jueves, 1 de diciembre de 2011

Cigarrillo

Estaba seguro de que tarde o temprano iban a volver. Son como en esos momentos en los que uno se retuerce en su propia mente viendo lo inminente llegar. Ya no tenía noción del tiempo ni relojes a los cuales acudir. Sólo ese lugar. Ese farol.
Como siempre, me dispuse a calentar agua y a buscar la yerba por algún lado para poder preparar un rico mate. Siempre a los chicos les gustaba tomarlo amargo y mejor así, ya que no cabía la posibilidad de azúcar dentro de él. Al agua le faltaban unos instantes de fuego, por lo que me dispuse a poner la yerba dentro del mate. Lo llené hasta casi la tres cuarta parte y luego lo incliné dejando el contenido en diagonal. Una vez lista el agua, la vertí por el costado bajo del recipiente y luego de unos segundos metí la bombilla. Continué metiendo líquido pero esta vez por el objeto recientemente agregado y la yerba se mantuvo intacta en la parte de arriba. Habiendo terminado, me decidí a tomar nuevamente y a disfrutar de otro momento de soledad.
Mientras tomaba, miré hacia los costados. Nadie iba ni venía de la carretera. Ya se me había hecho costumbre que me acompañaran sólo esas vallas a los lados del camino. Era siempre lo mismo. No podía salir de ahí ni volar. Faltaba algo de destino pero sobraban burlas incomprensibles. Pero estaba seguro de que tarde o temprano iban a volver.
Mis penas se medían entre mates solitarios y falta de memoria. No sé cómo llegué ahí.
Creí que otro día había pasado. ¿Tan sólo uno? No estaba demasiado seguro. Preparé lo mismo de siempre y me dispuse a sorber más y más. Algunas imágenes se vinieron a mi mente. Eran borrosas y no podía esclarecer los recuerdos. No me preocupé demasiado ya que no me servirían de mucho. Di un largo sorbo y dejé el mate. Me detuve un momento a pensar en las ilusiones fusiladas. ¡Cuántos fideos! Caras y charlas divagaban ocultamente detrás de algún uniforme. Nos escondíamos hasta dentro de nuestra propia cabeza. ¡Cuántos centavos!
Hubiera jurado que otro día había pasado. ¿Apenas uno? Me preparé un mate y tomé. Cada sorbo parecía jugarme una mala pasada. El mate ya no era amargo sino denso. Más imágenes se me vinieron a la cabeza. Esta vez más claras. Cada yerba era un recuerdo perdido, olvidado de forma cómplice. Me di cuenta que era no querer hacer memoria, que es peor. Me reproché estar a punto de ceder a la cabeza y tomé otro sorbo de mate.
Algo se acercaba, estaba seguro. Los momentos atormentaban mi cerebro con más intensidad entre cebadas. Vi las caras en la casa. Estábamos todos juntos nuevamente. Quique, Rodolfo, Julio, Roberto, Charlie y yo. Otra vez compartiendo debates, mates, facturas e ilusiones. Ya habían pasado 5 años que trabajábamos en esa fábrica y la patronal esporádicamente subía los sueldos a costo de condiciones laborales peores.
Durante los primeros años nos hicimos amigos entre máquinas y sudor. Coincidíamos en el descanso y solíamos comer lo que lleváramos y charlar de nuestras vidas. Nos contábamos cada vez más intimidades hasta que se terminaron y tomamos confianza para quejarnos del trabajo. Los temas recurrentes siempre eran los sueldos, las horas de trabajo y el excesivo esfuerzo junto con el maltrato de los patrones. Los verdaderos problemas aparecieron cuando comenzamos a pensar una forma de reclamo por mejores condiciones obreras. Nada volvió a ser lo mismo. Recordé entonces en lo que se había convertido la casa.
A la lejanía avisté dos siluetas caminando errantemente. Debajo del farol, la oscuridad alrededor se intensificaba y no me permitía distinguir quiénes eran. Mi corazón algo me decía, se aceleró. Sentí que una larga espera se terminaba. ¿Eran ellos, finalmente? Ellos… Si. Recordé. Los comencé a ver claramente. Eran Roberto y Charlie. También advirtieron mi presencia etérea y se sorprendieron. Me dispuse a toda prisa a preparar el agua para el mate y compartir al menos unas últimas cebadas. Una adrenalina me subió hasta el cuello pero algo andaba mal. No era yo el que estaba ahí. Pareciera que nunca hubiera sido.
Puestas las sillas y preparado todo para disfrutar de la yerba amarga, no pude evitar en mi mente, creí, divagar por unos intensificados recuerdos nuevamente. Éstos no me pertenecían. Nada podía pertenecerme ya. Ellos allí no estaban. Eran los espejismos de algo que no podía dilucidar. Les pregunté, con algo de reproche, por qué habían vuelto. La verdadera pregunta creo que debería haber sido qué hacía yo ahí. ¿Estaba ahí? Podía ver, sentir, tocar. Entonces sí, estaba. ¿Pero estaba? Ellos me veían, me oían. ¿Pero estaba ahí?
Antes de que me diera cuenta se habían levantado y yo con ellos. Sentí como lentamente me volvía la sombra que los acompañaba nuevamente. Habían vuelto para recogerme.
Pero una nueva silueta se formaba. Allí estaba Rodolfo, más adelante. Me miró y con sorpresa se mantuvo así. Pero no podía ser. ¡Rodolfo!
¿Eras vos?
Con toda la incertidumbre invadiendo como termitas mi ser lo seguí mirando mientras se desvanecía. Antes de irse me preguntó:
- ¿Por qué estamos acá? ¿Estamos?
- Es que no estoy seguro. Me siento a la deriva, perdido totalmente en el tiempo que se burla en mi cara. Como si la misma ironía se hiciera presente delante de mis ojos y me abofeteara.
- Algo no está bien, Rodolfo… ¡Tenés que decirles!
Tras su desesperación, se incorporó a la oscuridad. De torpe, al querer rescatarlo del olvido, tiré todas las piezas de ajedrez al demonio con el codo derecho. ¿Qué tenía que decirles? Tanto tiempo moviendo alfiles que me perdí de algo, de eso estaba seguro. Me sumergí en la memoria quién sabe cuánto tiempo, jugando conmigo mismo y desafiándome sin cesar. Pero, casi como si Facundo hubiera tenido un efecto sobre mí, comencé a recordar.
La noche estrellada se desplegaba alrededor de la casa. Estábamos los seis allí. Julio, nervioso y furioso, diciendo que era necesario intensificar los reclamos, radicalizarlos. El “Negro” Quique, afirmando que tal vez había que esperar ya que los obreros de la fábrica no tenían apoyo de los centros de organización. Roberto, reflexionando acerca de las consecuencias inmediatas de forzar otra huelga politizada en una fábrica privada respaldada por el Estado. Facundo intentando calmarnos a todos con mates y observaciones críticas. Charlie convencido de que directamente no era el momento de tomar los medios de producción mientras sostenía y apoyaba sus creencias en libros con su mano izquierda. Yo, convencido que manteniéndonos en clandestinidad como agitadores de la huelga nunca podríamos cobrar la fortaleza necesaria aunque sabía que eso podía ser directamente fatal para todos.
Esa noche aguardábamos la llegada de compañeros. Estaban retrasados. Nunca llegaron. Recordé que la esposa de Julio había sido asesinada bajo fusil.
Veía en ese momento las cosas más claras. Ya debía haber pasado mucho tiempo y era hora de que volviéramos. ¿En busca de qué? Me faltaba ver más. De algo estaba seguro: No quedaba nada en aquella casa ahora; sólo más recuerdos.
A veces los recuerdos parecen tener la torpeza de hacerse presentes, vivos. Se especializan en sumergirnos a una oscuridad actual y tragarnos en el tiempo ridículamente. Sin embargo, ahí están. Juegan con nosotros, nos hacen dudar de nuestros caminos. La carretera nunca se vio tan olvidada. Nadie iba ni venía. Allí estaba solo y rodeado de recuerdos. Parecía que querían acariciarnos como un placebo cruel en el rostro. Nos conforma pero nos impide seguir. No tenía a nadie, ni siquiera a mí mismo. Pero allí estaba. ¿Estaba? Como fuera, me rodeaban memorias fugaces pero tenaces.
Crueles son los detalles, asimismo. Imperceptibles en la multitud pero fatales para el ojo observador. Nos dicen mucho más que la palabra desnuda. El más elaborado discurso siempre tiene un detalle. El más elaborado crimen siempre tiene al menos un detalle. Siempre tiene todo. El detalle es más que todo. Pero, ¿Quiénes son los detalles ante uno? Debería tenerse cuidado cuando se los busca, porque podemos ser víctimas de nuestro propio engaño y encontrar algunos insignificantes y hacerlos válidos. En ese momento, estamos perdidos. No existe anestesia que calme al caballo salvaje cuando ya galopea libre como no existe mentira más verdadera que la incoherencia. Pero, así como los detalles, la incoherencia es relativa. Entonces, ¿Qué es un detalle? Es entonces un recuerdo. Podemos notar al primero sólo si lo conocemos de antes, si por lo menos oímos de él. Pero todo siempre nos remite a lo empírico. Pero si el detalle puede ser una mentira, ¿Puede el recuerdo también?
A la lejanía avisté dos siluetas caminando errantemente. Al lado de la mesa, la oscuridad alrededor se intensificaba y no me permitía distinguir quiénes eran. Sentí que una larga espera se terminaba. ¿Eran ellos? Si. Recordé. Los comencé a ver claramente. Eran Roberto y Charlie. Apenas me vieron se me hicieron familiares una vez más. Ya habían pasado por esto. Otro mano a mano se aproximaba y esta vez las lenguas ya estaban calientes. Roberto se sentó frente a mí y Charlie a un costado. El gordo no tardó en lanzar el primer cartucho. Sentí como si estuviera en un río dejándome llevar. Ya no me pertenecía. Mi voz se me extravió de la mente y no fui más. ¿De qué carta me hablan? ¿Me están hablando? ¿Qué hago acá? Pero qué pregunta. Juego al ajedrez, nada más. Nada más. Nunca más. Las piezas se movían solas. El dejà vú siguió su curso y todo fue como siempre.
Fue entonces cuando le vi la cola al dragón. ¡Tenés que decirles! Recordé. La casa y nosotros. La casa sin nosotros. Pero ya no hay nada allí. Si yo lo sabía, ellos también. O ahora iban a saberlo. Ahora Recordarían.
Sin más se levantaron. Tras sufrir un jaque mate el cerebro se nos entumeció y no había razón para permanecer allí. Estaban advertidos. Pero faltaba algo. Algo había en esa casa y no era nada bueno. No estaba allí pero los esperaba. A cada uno de nosotros.
Una nueva silueta se formaba más adelante. Allí estaba Quique. Me miró y se mantuvo estupefacto. Esto se me hacía familiar. ¡Quique!
¿Eras vos?
Rodolfo no paraba de mirarme con desesperación. No tardó en gritarme:
- ¡Quique, sos el único que queda! ¡Si vos no los parás, entonces van a llegar!
- ¿El único que queda? ¿Parar a quién? ¿Rodolfo, sos realmente vos? – Me extrañé, casi como si recién despertara de un largo sueño.
- Todavía estás vivo, Quique. Antes de ser uno más, tenés que advertirles.
Luego de un ademán frustrado, se incorporó a la oscuridad. La escena se me hacía raramente familiar.
Allí estaba, sólo. Una ruta se me hacía presente conocidamente pero no comprendía qué hacía allí. De repente aparecí, como oculto detrás de una sombra. Mi presencia aquí significaba algo, pero no dilucidaba qué. Muchas imágenes no tardaron en atravesar mi cabeza. Tomando mates, jugando al ajedrez, conversaciones sin sentido. Era el último. ¿Una carta? ¿Qué significa todo esto? Recuerdos que no me pertenecían invadieron mi cabeza. Pero de repente ahí estaba de nuevo.
La fábrica carecía de ventilación y las maquinarias elevaban las temperaturas a niveles intolerables. Los patrones brillaban por su ausencia cuando a condiciones se trataba y la inversión sólo era destinada a reemplazar obreros. Compañeros de muchos años fueron desempleados y cada vez quedábamos menos. Yo me mantenía callado ante la situación hasta que un día los conocí a Charlie y Roberto. Ellos estaban intentando armar algo con otros muchachos para reclamar por mejoras de sueldos y condiciones laborales. Era un disparate, para mí, porque la empresa era transnacional y contaba con un estrecho apoyo estatal por las relaciones que tenía con los empresarios extranjeros y explotadores. Sin embargo, eran convincentes las ideas y no tardamos en ser varios los realmente interesados por las propuestas. Allí formamos estrecha amistad entre ellos dos, Facundo, Rodolfo y Julio. Ya nos conocíamos, pero afianzamos nuestra relación e intensificamos el trato de silencio de no delatar a nadie en caso último.
Finalmente, luego de agotar alternativas diplomáticas, llegó la huelga. Fue en la puerta de la fábrica donde se desencadenó la represión policial. Los patrones pidieron acción de las fuerzas estatales y no tardó en aparecer. Varios fueron los detenidos y la mayoría obligados a proseguir con la práctica laboral. Era una derrota muy desalentadora. Era evidente que iba a ocurrir, puesto que fue una manifestación aislada sin apoyo de ningún partido ni agrupación política. Allí fue cuando nos tildaron de punta de lanza y Julio fue el primero en ser presionado. Solía ser el más radical para reclamar, incluso más que Roberto y Charlie. La organización clandestina fue tomada por él, quien además intentó moverse para obtener apoyo de otras organizaciones. No contábamos con que la policía iba a realizarnos un seguimiento cercano. Entraron a su casa una noche y amenazaron con matar a su mujer si seguía “jodiendo a quien no respondía”. Los patrones se enteraron, de alguna forma, de sus intenciones y le dijeron a través de la policía “cortala, zurdito”. Hizo oídos sordos a esto y unos días después, su mujer fue secuestrada y encontrada muerta, acribillada, en una zanja cercana a su casa. Julio nunca volvió a ser el mismo. Furia y tristeza nos atravesó a todos cuando nos enteramos de esto, ya que a veces nos reuníamos todos con ellos y comíamos ricas facturas de una panadería cercana. Era una chica adorable y siempre alegre. Era el color de esa casa.
La luz parecía haber abandonado su corazón, pero su odio furioso brotó por toda la fábrica. La pérdida que sufrimos fue el puntapié para que urgentemente todos nos movilizáramos a conseguir apoyo. El soplón no tardó en aparecer, un joven que quería escalar posiciones. Lo destrozamos a golpes y nunca más supimos de él. La patronal repudió esto pero no tenía pruebas para sostener que hubiéramos sido nosotros. Comenzó a haber presencia policial en la fábrica. La situación se complejizaba más y más. Fue entonces cuando no pudimos hacer más ningún tipo de asamblea ni organización dentro de la fábrica y tuvimos que encontrar otro. Fue entonces cuando Julio ofreció reunirnos en una casa que tenía en un terrenito con una casa a unos cuantos kilómetros fuera de la ciudad. Se encontraba en el medio de la nada, a un lado de una ruta. Nos pareció a todos lo más sensato y juntamos una importante adhesión de los obreros para reunirnos cada dos semanas allí. Esa ruta y esa casa fueron anfitrionas durante unos meses de extensos debates políticos y laborales y enfrentamientos furiosos de propuestas. A partir de poder debatir sin hostigamientos, aunque en clandestinidad, logramos articular proyectos más concretos pero seguíamos sin tener apoyo consistente de partidos políticos. La situación política del país se mantenía muy compleja y separada.
El problema fue esa noche. La última reunión, donde en teoría íbamos a debatir si tomábamos los medios de producción como decía Charlie o no. El resto de los compañeros debían llegar más o menos a las diez de la noche. Eran las once y no había ocurrido. La inquietud se había apoderado de nosotros. Aquietamos la preocupación intentándonos convencer de que sólo estaban retrasados. No tardamos en darnos cuenta de que estábamos gravemente equivocados. Una lluvia feroz se desató tras amenazar con diabólicas nubes arremolinadas y perturbadoras por unas horas. Julio se levantó totalmente alterado y decidió irse solo a buscarlos por la carretera con el coche. Pidió que aguardáramos por él en la casa. Intenté convencerlo de acompañarlo, pero no tuve frutos, sentenció que era preciso que juntos cuidáramos la casa. Pobre Julio.
Prendí mi cigarrillo, como para calmar con nicotina mi perturbada cabeza aterrorizada por estas memorias. Mi corazón se aceleró demasiado y fue entonces cuando recordé las palabras de Rodolfo. Una ráfaga de nervios y terror invadieron mi mente cuando en el cielo comencé a ver nubes de tormenta acercarse a toda prisa por el horizonte. Venían detrás de ellos dos. Ahí estaban, llegando a paso firme. Se acercaba el final y ya estaban decididos. Sólo quedaba yo entre ellos y la casa. Apagué, entonces, mi último cigarrillo

La peregrinación del cabo suelto

Sentía como si el pellejo se me retorciera de frío. La carretera estaba oscura y la luz de la luna descansaba detrás de un manto onírico de esplendor nocturno. Tal vez en un rato incluso lloviera. Por momentos olvidaba esa condenada caminata eterna al costado del camino mientras me estremecía. Me acompañaba el cabezón Carlos, o Charlie, como le decíamos por el barrio tan anhelado. Parecía que los pasos nos escoltaban mientras las estrellas se ocultaban detrás de las nubes. Por suerte, no había demasiado viento.
Para combatir la helada, mi amigo sacó de su chaqueta de cuero marrón algo demacrada una petaca de whisky. Lo miré con algo de enojo porque ya hacían tres horas que andábamos por esa ruta, muriéndonos de frío. Ahora recuerda que tenía ese trago tan necesario, de esos que el cabezón tiene y son una paliza al cuerpo.
- ¡Lo peor es que seguro te lo querés tomar todo vos! – Le dije, burlonamente.
- Todavía nos quedan, por lo menos, dos horas de caminata – Respondió Charlie, tranquilo hasta cuando empleo mi sarcasmo para intentar alterarlo. Parecía siempre tener esa calma que esa noche le hacía juego con el clima –. Si sacaba la petaca antes, íbamos a llegar en mucho más tiempo por la borrachera.
El cabezón medía un metro noventa, aproximadamente. Su tez era blanca y tenía la cabeza rapada. Su cráneo a veces parecía estirarle el cuero cabelludo. Una pequeña cicatriz marcaba el lado izquierdo de su frente, unos centímetros por encima de su sien. Sus cejas eran pobladas y de lejos parecían estar unidas. La nariz sobresalía de su rostro algo gruesa pero con una terminación levemente puntiaguda. Sus mejillas eran algo más tímidas, opacadas por una gran boca que despedía un vozarrón difícil de encontrar en otra persona. Era gordo hasta de piernas pero, a pesar de todo, su cara transmitía una paz y tolerancia sin igual. Lo único que podía enojar a otro de Charlie, era su calma incorruptible.
Sólo el ruido de pasto aplastado rompía con la hegemonía de los grillos. Los interminables alambrados de los campos nos perseguían y no tenían intención de dejar de hacerlo. Era casi un dejà vu. Entre tragos y pasos fuimos peregrinando al recuerdo. Durante unos instantes contemplé el cielo y recordé un poco la vida que estaba dejando atrás esa noche. A veces pareciera necesario escapar para extrañar. Aunque creo que el problema no es escapar egoístamente de todo por un momento, sino volver y no encontrar nada. Quizás esa sea la adrenalina de irse y no saber que va a ocurrir. Pero esta noche sabíamos lo que iba a ocurrir, estábamos dirigiéndonos a un lugar específico. De a poco pareciera que aquel lugar susurrara memorias. Una leve brisa se levantó y sentí ese olor, el mismo del pasado.
- ¿Vos sabés que a esta altura creo volver a escucharlo a Quique mientras fumaba? – Piensa en voz alta, Charlie, quien tomaba de la petaca intensos sorbos de whisky – No sé cómo decirlo, pero es como si el negro nos acompañara.
- Yo comienzo a recordar las cosas de la vida. Es como si las cosas cobraran un nuevo valor, uno mejor. Las facturas y te con Julio y su amada. Las partidas de ajedrez con Rodolfo. Las interminables charlas políticas con Facundo entre mates. Todas memorias perdidas en algún rincón del alma que resurgen para no olvidar. Pero… ¿Es necesario alejarnos de todo y meternos en una soledad total para recordar?
- Tal vez el frío de aquí será más fuerte por fuera, pero no penetra en nuestra piel como la muerte en la ciudad- Terminó por reflexionar, el gordo, mientras me pasa la petaca con los últimos tragos de whisky.
Era interesante escuchar esas respuestas de Charlie. Con el whisky habíamos entrado un poco en calor, aunque no demasiado. Caminábamos a paso más lento, pero creo que por el cansancio y aburrimiento de la interminable llanura de campo a nuestro costado. Todavía nos seguían los alambrados.
Volví la mirada al camino y advertí un farolito más adelante, a unos cien metros. Era idéntico al de la casa de Facundo. De hecho allí estaba Facundo. Cuando advirtió nuestra presencia nos saludo como siempre con sus dos dedos índice y medio levantados y separados. Apenas pudo nos puso a calentar agua y preparar el mate, mientras aproximaba dos sillas más a la mesa. Sin más, nos sentamos con Charlie a los dos muebles incorporados. Primero nos miramos y luego observamos el pequeño florero situado en el medio de la mesa. Luego salió de la cocina Facundo con el agua bien caliente dentro de la pava. Nos sentíamos como en nuestra propia casa. Una vez servidos los mates, Facundo disparó:
- ¿Qué andan haciendo por acá?
- Simplemente pasábamos y no pudimos evitar detenernos para saludarte – Respondió el cabezón- ¿Qué… Acaso llegamos en mal momento?
- Definitivamente no es el momento, creo- afirmó Facundo, mientras cebaba un nuevo mate.
- Necesitábamos venir, realmente son extrañados – Intervine.
- Roberto, el frío que les espera es tal que ni la lana podría protegerlos – Me intentó explicar. Su mirada se había vuelto tensa. Vestía su eterno saco de acrílico marrón gastado. Debajo, una camisa de cuadros blanca cuyo cuello sobresalía. Usaba un jean algo demacrado por el uso y en parte sucio. Lucía mocasines típicos que terminaban por darle un aspecto algo más avejentado. Algunas canas que escapaban de la tintura endeble no lo perdonaban.
- ¿Por qué decís eso?- Inquirió Charlie- ¿Qué está pasando allá?
- Vos me preguntás eso a mí, pero… ¿Vos sabés por qué estás peregrinando al pasado?
- Sabés bien lo que significa ese lugar para todos nosotros… Lo que significó- Respondió de nuevo, pero esta vez evitando la pregunta que le habían arrojado.
- Tomate un mate… Tomate un mate para bajar un poco ese whisky –Recomendó, el dueño de la yerba.
El silencio se hizo presente y consigo, de nuevo el frío, a pesar de los fuertes mates amargos. El farol había quedado atrás y nuestro camino, jamás tan imponente, se amplió frente nuestro. Los alambrados nos miraban, buscaban asfixiarnos cuál mártires en un campo devastado por interminables historias. No puedo ver más terrenos abiertos sin que me falte oxígeno.
Mientras Charlie divagaba al caminar, yo no pude evitar mirar con cruel insomnio el sátiro asfalto detallado con algún amarillo intermitente. No era muy usada esa ruta pero no nos atrevíamos a caminar por el medio de ella por miedo evidente. Nunca pasaba nadie por allí más que sombras o algún demonio suelto cargando con incertidumbres y evidencias. Ese asfalto cargaba historias repetidas una y otra vez y quienes lo atravesaran no podían escapar de las mismas. Era politeísta de numerosos colores pero sin manuscrito que lo representara en la memoria. Pobre de aquel que osara años atrás caminar por este sendero. Sólo la luna y sus compinches surcaban por esos pastizales y barrancos tramposos donde los coches encontraban cierta perdición. Balaceras de ideas danzaban por allí y la respuesta tarde o temprano aplacó la mente. No habría lectura que trajera a nadie de nuevo. Nunca más ideas.
- No dejo de sorprenderme de cómo pareciera que estamos más lejos a cada paso – Pensó, Charlie, en voz alta-. ¡Si habremos caminado, eh!
- Hubiera jurado que ni el diablo se atrevería jamás a pasar por estas tierras lejanas… Pero nos olvidamos de dios.
- ¡Qué dios hijo de puta!
A pesar de nunca terminar la propiedad privada a nuestros costados, había un lugar en esos pantanos de concreto lejano que permitía que nos creyéramos salvados de una realidad abrumadora. Quien pasara por esa vida fatal nunca juntaría suficientes centavos para llegar al peso. Éramos creyentes sin cielo pero ateos por convicción. Puteábamos por cortesía y nos reíamos del sarcasmo de la cotidianeidad. Las calles fueron nuestra escuela y la palabra nuestro fusil. No recuerdo ya el calor industrial de maquinarias acariciándome como sirenas macabras cargando con una cruz plagada de pinches venenosos. El cielo ennegrecido de tantas penas que ni las más puras plegarias podrían abrirlo. No podría jamás alcanzar la olla para tantos fideos.
Allí estábamos, como si la ironía misma nos acompañara debajo de nuestras sombras. El cielo seguía cubierto y la luna dejaba caer unos brazos de luz por los agujeros de su gran colchón. Nada habitaba esas tierras. Unos terrenos desolados, abandonados por almas que alguna vez fueron felices allí. Era el folclore del infierno sentir ese frío escalofriante de fantasmas que regresaban cada tanto entre antorchas y sudores. El azufre penetraba en los pulmones y hacían doler la cabeza atormentada. Es que ni el león se quedaría con tanto lobo acosándolo.
Más adelante había una mesa depositada, casi como olvidada que cayó de alguna plaza. Me recordó a Rodolfo. De hecho allí estaba Rodolfo. Apenas advirtió nuestra presencia se puso a acomodar las piezas de ajedrez para jugar una partida conmigo, como siempre. No tenía sentido, siempre me derrotaba. Cuando nos acercamos, yo me senté frente a él y Charlie a un costado. Fue el gordo quien quebró primero el silencio:
- ¿Estás aquí también por la carta?- Preguntó, dirigiéndose a Rodolfo.
- Yo no recibo cartas, amigo. Ya no tengo casa- Respondió el anfitrión.
- Perdón, fue una pregunta estúpida. Entonces… ¿Qué hacés acá?
- Juego al ajedrez. ¿Nunca jugaste contra vos mismo? Admito que al principio te sentís un lunático, pero luego de practicar mucho comprendés con profundidad tus errores al mover las piezas. ¡Qué juego magnífico!- Exclamó, algo feliz, el maestro del juego- Bueno, ¿Vamos a jugar o no?
- Si claro, por supuesto- Accedí, sin demasiado preámbulo. Deposité mis delgadas manos sobre la mesa de piedra y aguardé la primera jugada, ya que era negras. Hacía ya un tiempo que no jugaba, casi por respeto. Mi único oponente era él. Finalmente se dispuso a mover a mover un peón. Movió dos cuadros hacia delante el que se encontraba posterior a su rey. Me sentí bien porque pensé que podría atacarlo más directamente así.
- Ustedes piensan que están regresando, pero realmente saben que van a terminar una historia. No me vengan con cuentos infantiles- Disparó, tras jugar, Rodolfo.
- La incertidumbre fue incontenible. Realmente creo que ninguno sabemos que hay allí ésta vez, con certeza. Pareciera que han pasado siglos- Respondí, casi como si la pregunta me hubiera atravesado como un rayo.
- Saben que no hay nada. A eso me refiero.
- Hay algo y vamos buscarlo. Nadie podría copiar su forma de escribir y sólo hay una Babilonia- Cortó en seco el vuelo de la pregunta, el cabezón. Apenas hubo silencio me dispuse a mover al peón de la punta izquierda un cuadro para no arriesgar al rey.
- Están volviendo porque la culpa los carcome, nada más. Como si fuera poco, ver estos campos les quiebra aun más el fondo de la memoria- Afirmó, el nuestro amigo, unos instantes después. Al igual que Facundo, su mirada se había vuelto repentinamente vigilante y cruda. Nos quería decir algo pero la mente no nos permitía interpretarlo. Era como si un mensaje taciturno quisiera penetrarnos sin éxito. Entre miradas tensas, mi rival movió el alfil
- No nos carcome la culpa. Habíamos planeado todo con cuidado. Debíamos irnos los seis de allí- Recordó, Charlie. Una indescriptible tristeza abundaba su rostro.
- Pero no fue así- Sentenció, nuestro amigo, con severidad.
Las fichas seguían moviéndose aunque yo ya no prestaba demasiada atención. Me había distraído con la conversación y mi mente intentaba dilucidar qué recordábamos, de qué hablábamos. Creo recordar algo. Estábamos todos allí, encerrados con el cielo paseándose por la ventana. Era la ventana de un sótano, si. Apenas entraban vírgenes rayos de sol por lo que creíamos la mañana. No había horario allí abajo, era más bien un calabozo. Mordíamos los labios de olvido y pura agonía. El mundo paró delante de nosotros y se escabulló por la espalda de los verdugos. Fuimos babosas en salitre durante días y la humedad nos ahogaba con tenacidad.
- Jaque mate- Le dijo a Roberto, con su sonrisa habitual. Es que siempre las partidas finalizaban igual: Rodolfo sonriendo victoriosamente detrás de sus grandes lentes y debajo de su peinado lamido hacia atrás, mientras su rival mordía con admiración y bronca su boca.
Allí estaba mi amigo, derrotado, sumido en una incertidumbre inesperada por haber perdido atención al juego. Pero el jaque yacía delante nuestro. Nos levantamos y seguimos caminando más pesadamente. Quedaba tan sólo una hora de caminata, estaba seguro. Las palabras de Rodolfo habían tenido un impacto profundo en mi acompañante más que en mí. Siempre pensaba demasiado y divagaba con facilidad dentro de su mente. Solía largar reflexiones algo tristes pero muchas veces acertadas, aunque fáciles de desmoronar si no se tardaba en responderle. No sabía manejarse con alguien que descifrara su patrón de razonamiento. Se volvía torpe cuando se enfrentaba a alguien que supiera manejar su psiquis o que tan sólo le diga algo que no preveía, por más simple que fuera.
Roberto vestía un pantalón de tela lisa manchada, similar a la de un albañil. Tenía el pelo corto y desprolijo, con algunas elevaciones espontáneas. Una campera de cuero maltratada recubría su cuerpo por encima del buzo y la remera de mangas largas. Su mirada perdida solía encontrar cualquier excusa para depositarse en una idea y extraviarse por cualquier horizonte. Su andar era torpe, pero decidido. Nunca se hubiera tropezado con nada sin saberlo antes. Con los años no había aprendido a caminar mejor sino a caer parado. Nos conocíamos desde pequeños. Nunca fue un ángel que comiera porquería mansamente. Bastardeado y golpeado, había aprendido a sobrevivir a la selva y las bananas voladoras. Se cansó muy rápido de la vida y buscó la muerte con intensidad hasta que la encontró. Muchos de los que lo conocieron midieron su paciencia entre palos y sorderas. Pero yo lo conocía bien y sabía lo que podía dar. Nunca dejó que la pelota se fuera de la cancha y resguardó toda pena dentro de la razón. Era imposible de cambiar pero sencillo de influenciar. Adaptaba su entorno para su conveniencia, asimilaba manías de otros a su personalidad y se mejoraba. Era una torre de Babel siempre abierta pero de muros interminablemente gruesos.
Allí seguíamos caminando, con un poco menos de frío. Tal vez comenzábamos a sentir la chimenea o es que era el calor de nuestros amigos. Pensábamos. Yo nunca tuve la capacidad de volar tan alto, mi fuerza estaba en la tierra. Roberto solía escuchar con atención mis simples reflexiones tal vez para apaciguar su mente conspirativa. Siempre que salíamos de trabajar debatíamos con fervor entre cervezas y cigarrillos. Él terminaba su turno una hora antes pero me esperaba sin problemas con algún libro o revista escurriendo por sus dedos. De puro arlequín, el destino nos volvía a poner en un mismo camino. Las cosas, sin embargo, habían cambiado. Lágrimas secas habitaban nuestros corazones ahora y caminábamos en busca de una respuesta. ¿O acaso nos íbamos a reunir con nosotros mismos? No hubiera sabido decir qué me preocupaba más, si esa carta de Julio después de tantos meses o el hecho de que nunca habíamos vuelto a verlo. Ya habían pasado 2 años.
Nos acercábamos a la parte final de la peregrinación y todavía quedaba un cabo suelto: ¿Qué decía la carta? No quería recordar. Sabía en el fondo lo que iba a encontrar y no quería llegar. El asfalto ahora terminaba y comenzaba la tierra. Los errores en el camino ahora se agravaban y comenzaba más que nunca la tierra de nadie. Sólo los alambrados nos seguían y hasta nuestras sombras habían clavado ancla detrás. Zarpamos por última vez hacia la casa.

Campanas

- Sos un hijo de puta
- ¿Por qué? – Me respondió el Tiempo.
- Porque me arruinaste la vida

Así comenzó nuestra pulseada. Entre reproches y nudillos sin aterrizaje, se disputó un mano a mano inútil. De tanta derrota había perdido la fruta. Repté alrededor de mi eterno acompañante demasiado. Era hora de respondiera un poco por sus malas intenciones. Es que ahora tenía la capacidad de burlarme de él. Creo que es eso lo único que uno puede hacerle: Sólo burlarse. Es como a ese amigo gordo y alto al cual nunca le vas a poder ganar una pelea pero te contentás con molestarlo. Pero nunca ganarle. Las cosas no volverían, se las había guardado en el bolsillo, bien cerca cosa de que el olor todavía me llegara.

- Gracias a mi sos lo que sos – Se atrevió a responderme.
- Gracias a mi soy lo que soy – Le retruqué, casi de caprichoso.
- Soy donde caminás, donde pensás y donde madurás. Sin mí serías aburrido.

Allí me detuve. ¿Siempre igual? No creo que quisiera ser yo eternamente, eso seguro. Mucho menos ser idéntico. Gracias a él ahora podía plantármele de igual a igual, aunque parecía una ironía. Nunca podía escaparle. Siempre fue la única pistola que sólo dispara por la culata. Aunque sea ahora podía sostener el arma y decidir no disparar. Demasiadas heridas tenía ya. No tenía cara, mi fiel enemigo, a la cual golpearle. No tenía cuerpo al cual atacarle. Sólo podía combatirle en mi cabeza, cual psicópata. Pero es real, allí está frente a mí. Constantemente mostrándome lo que fui y lo que puedo ser, pero atormentándome con campanas y relojes de arena. Nunca me acompañaría lo suficiente como para saciar mi sed de él.

- Si te frenaras tan sólo en momentos particulares, creo que no sería aburrido. Sólo un poco más…
- Los momentos los podés revivir siempre que quieras, mejor aún, perfeccionarlos y ser cada día un poco más feliz y tenaz – Me respondió, eternamente calmo.
- Hay cosas que no vuelven, hay cosas que no puedo cambiar y hay cosas que no voy a llegar a vivir, ¿Me estás burlando, encima?

Si, se burlaba. Ni siquiera necesitaba preguntarlo. Siempre fue el que reía último y siempre lo sería. ¿Cómo se le puede vencer al tiempo?

- Vas a tener que contentarte con lo que te queda. De lo contrario, quéjate con la Muerte.
- ¿Ya me estás echando?
- No te echo, porque vos mismo no me podés soltar. Nunca.

Sin más, se dispuso a darme la espalda y a marcharse arrastrándome de nuevo. No tardé en sacar mi cuchillo y clavárselo furiosamente en la espalda. Luego de eso, morí.

Muñeco de gelatina

La rata tenía una vista privilegiada. Allí estaba, inalterable. Siempre inalcanzable por la vista pero molestando con ruidos fugaces. Viviendo entre las sombras, siempre lograba ver más que cualquier depredador y más profundo que cualquier humano. Fue testigo, en esa zanja, de grandes anécdotas. Gente fue y vino, tristezas bailaron por allí como también las más cálidas paradojas. Fue depositada allí vaya uno a saber por qué dios terco y gracioso.

Esa pequeña rata se mantenía estática por el miedo cuando alguna amenaza se aproximaba y huía hacia los árboles cuando la corriente así lo demandaba. De pura testaruda nunca fue alcanzada por escobas ni cuchillas. Se quedó sola bastante tiempo, ya que de esa forma podía mirar mejor el mundo, sin interrupciones y además no debía compartir esos escasos alimentos. Roía todo lo que encontraba y no tardó en encontrarse más enemigos que compañeros. Rata iba a morir.

Una noche de invierno, sin embargo, logró ver algo que le llamó la atención. Durante años había visto centenares de escenas raras pero nunca una semejante. Ese par no estaba como siempre. Logró ver un beso de desahogo y cariño infinito y su corazón se sintió extraño. No había logrado ver algo así en mucho tiempo y feliz se dispuso a contarle el chisme a nadie. Recordó que era una rata.

En un recoveco de la zanja durmió esa tardía noche de muchas estrellas. Años había visto a ese par y todo cambió en una noche. Sin embargo a ese muchacho no lo había visto tantas veces en tan poco tiempo. Algo le había ocurrido, se le notaba en la sombra que lo perseguía. Algún ángel había tenido la poca fortuna de cuidarlo y había renunciado a mitad de camino, frustrado. Siguió durmiendo sin tener a nadie a quien contarle pero con una sonrisa contagiada por esa muchacha que tanto vio renegar por impericias de esos dioses que ella odiaba.

Otro día comenzaba y había logrado conseguir algunos dejos de hamburguesa en la basura a las apuradas. Otra vez ellos tres, de nuevo, mejor, distintos.

Unas flores crecieron bajo ese árbol al costado de la zanja. De muchos colores en poco tiempo. Demasiada belleza para ese gran arbusto podrido y bastardeado. Es que la ratita solía refugiarse en tiempos de lluvia con su callado amigo y a veces por puro gusto. Allí tenía otro tipo de vista. Sufría junto al gran señor antiguo cuando insolentes osaban arrancarle hojas. Hubiera deseado en ir a morderle las manos.

La rata ya había visto a mucha gente ahí, sentada, corriendo, besando, bebiendo y mintiendo. Ya un poco de trabajo le tomaba recordar en buen orden todo. Los años no le habían sentado tan bien en soledad. Una cierta locura se apoderaba de ella. Volvió a verla a ella una noche, inesperadamente, con la otra y otro. La rata no comprendió, o no quiso pensarlo. No tenía a quien contarle, después de todo.

Cuando se dispuso a descansar en ese recoveco, una intensa lluvia se desató y se vio obligada a huir. Esta vez, desde el árbol, lo vio a él con otra y una lejana. Podía notarlo por su vestimenta. Comprendió, ahí sí. Tal vez le resultó más sencillo pensar que sí. Nada raro ocurría. Estaba ya cansada, cada vez aguantaba menos la pobrecita y se quedó dormida en una de las gruesas ramas del gran señor.

Comió lo poco que encontró y se dispuso a chismosear otro día más. La cola ya no le respondía tan bien y se cayó del árbol de pura torpe. La vieron y un grito perturbó sus orejas y huyó a toda prisa hacia la zanja. Allí aguardó hasta el anochecer. Nunca había molestado a nadie, no entendía por qué todos la querían ver muerta. Cientos de veces se ocupaba de limpiar, mientras nadie veía, esa zanja. Lo que para otros era basura para ella era abrigo, comida o hasta una cama donde refugiarse.

Otra vez esos dos, perfectos, inmutables, felices. A ellos siempre les limpió la zanja mientras pudo. Pero la vista ya no le jugaba tan bien. Como último favor antes de recluirse una vez más a su dominio, pidió al mismo dios que allí la deposito que no deje separarse a esa particular pareja. Era lo que más la había reconfortado en toda su corta vida y quería irse sabiendo que al menos ese chisme tan hermoso iba a seguir con vida.

El dios no respondió, rata seguía siendo y no había ningún escritorio para ella. Con sus ojitos opacos, oculta, como siempre, detrás de las sombras, volvió a ver a esa chica. Volvió sola. No estaba con él. Una tristeza cubría su rostro y la ratita supo que dios le había fallado.

Una tristeza se apoderó de su débil corazón y cerró los ojitos. Pidió, entonces, a la chica, que no pierda la oportunidad de ser feliz como ella nunca pudo ser. Lástima que la ratita no hablaba muy bien el idioma humano. Pero, en su interior, tuvo una profunda esperanza que la hizo dormir y partir con una sonrisa que sólo la lluvia cuando la arrastró por primera y última vez le borró.