domingo, 31 de julio de 2011

El Sol

Andando por el viento sentí como ni siquiera la lana podía protegerme de un intenso invierno que, hasta ese entonces del calendario, nunca había sido tan cruel. Inexplicable alegría e incertidumbre me motivaban para proseguir en una peregrinación de asfalto que sentenciaba en silencio un reencuentro intenso. Aligeré los pasos con la esperanza de escabullirme entre la helada brisa, pero no sirvió. La música emitida de los auriculares me permitía por un instante fugaz irme de aquella calle, aquel camino y sentir que me encontraba más cerca de mi destino.
En la avenida, el semáforo se mofaba mi impaciencia y entre carcajadas, finalmente cedió con la burla y me permitió seguir. El colectivo no llegaba. Los bolsillos no eran suficientes para rescatar a mis manos y el cuello del saco me alcanzaba hasta el mentón barbudo, pero no alcanzaba a taparme el cuello congelado. Mis ojos advirtieron una silueta avanzar entre luces y coches. Me dispuse a acercarme de nuevo al borde de la vereda. Llegaba mi temporal salvación y con todo el valor que aun mantenía, saqué mi mano de su refugio para elevarla a la altura de mis hombros. Una vez arriba de la nave, saqué mi boleto y me senté al fondo, al lugar más lejano posible. Temblaba y mi nuca se estremecía ya pensando en las contracturas del día siguiente. Del morral intenté con los dedos entumecidos tomar un libro. Una epopeya fue coordinar las falanges dormidas, pero vencí y comencé a leer. Me extravié casi como un niño entre veleros y horizontes bellos, peces felices en la lejanía y madera flotando en el platinado océano, más seductor que nunca. Nadie podía hacerle a un lado, me sumergí de cabeza en esas aguas para nada más encontrar que aquí al lado, los peces están muertos de ciudad, la cicuta contamina ese alguna vez bello panorama acuático. Seguí navegando por esas aguas para avistar sobre mi cabeza una estela tímida de sol luchar contra nubes de tormenta temeraria. Intenté tocar el cielo con las manos y entre las nubes pude ver todo desde lejos. Humo, muerte, gris y rostros. Rostros pasando al lado. ¿Nadie advierte eso? ¿Tan terrible puede ser la cotidianeidad? ¿Tan ciegos nos volvemos con los años? No pude tolerarlo. Junté mis piernas con mis brazos y me impulsé de cabeza contra esas calles. Tomé velocidad infinita y con el alma decidida me acerqué cada vez más rápido a Buenos Aires. El viento me dolía, me golpeaba ferozmente. Pero ya nada podía detenerme, era necesario volver y cambiarlo todo. Entre estrellas y nubes miré por la ventanilla de mi izquierda y me dí cuenta que había vuelto a la pesadilla.
La poblada avenida Maipú estaba llena de inconsciencia. ¿Acaso esos jóvenes no advertían a esa sombra a su costado? ¿Ese hombre de andar impreciso ya estaba vencido de indiferencia? ¿Acaso esas ropas lo abrigan? El frío me abandonó rápidamente, asustado por el corazón latente de nuevo con más furia y amor que nunca. Quise volver a despertarme entre esas nubes de eterna libertad y rayos gritándome al oído, pero la calle Paraná me cacheteó la memoria y me arrojé a la puerta del colectivo. Las estelas de automóviles regresaron a mi costado. Olivos me recibía con un frío tenáz.
Aguardé la llegada de la otra persona que me acompañaría en ese bar escondido entre maleza civil y oscuridad oscilante. Los minutos corrían y la temperatura me invitaba a moverme para no ceder al abrazo helado de la sirena invernal. Algunos jóvenes gritaban desde sus autos y se sentían los reyes de la carretera. Algunas chicas respondían con gestos cómplices o a veces con indiferencia lógica. Las camperas danzaban al compás del camino y buscaban llegar a ese lugar que los pudiera acobijar con alcohol.
Finalmente llegó. Entre sonrisas y abrazos, nos saludamos y charlamos, casi como una previa, sobre las cosas en las que nos íbamos a explayar más tarde. Cabizbajo y taciturno, me movía en mi mente sintiendo una inquietud. Algo se movía en mi alma y sólo más tarde lo sabría.
Nos escapamos de a poco de esa ciudad y nos zambullimos en la caverna de las charlas eternas. Una mesa aguardaba al fondo de aquel místico lugar, invitando a ocuparla de nuestras cosas y unas merecidas cervezas. La semana había sido dura, plagada de historias y travesías épicas. La falta de tiempo y los rumbos algo distanciados generaron una decreciente comunicación. Pero nada había cambiado. Ayer habíamos estado ahí.
Todo sigue igual.
Compartimos pesos y confesamos interminables leyendas nunca contadas o tal vez olvidadas, dejadas de lado. La memoria pedía basta y derribaba paredes violentamente. Era necesaria esa mirada, esa compañía y esa soga con el sol como sima para reaccionar. Esas observaciones absolutas pero a la vez tan obvias fueron el golpe final. Sentimientos sepultados sacudían mi cerebro y los ojos buscaban una salida. El corazón gritaba un regreso y un quiebre en el espejo. Me observé. Me detuve. Recordé. ¿Qué te pasó? ¿Dónde estabas? Acá. ¿Vos? Sí, nunca me fui. Me volví fundamentalista de una sombra, una fantasía infantil. Creyendo que podía ser el superhombre, me volví un ser vulgar. Advertí mis ojos, advertí mis problemas debajo de la cama, me avisté a la lejanía y principié un regreso necesario. ¿De qué escapás? De vos. ¿Por qué? Porque no me servís más que para la angustia. La ignorancia es una bendición después de todo. ¿Por qué escapás? ¿Por qué engañarse? Busco excusas. Busco esos placebos nocturnos de olvido. ¿Y ahora? Ya no surten efecto. El alma grita y el corazón pesa. El calor me abandonó y la sirena se apoderó de mí.
El espejo me escupió y se quebró. Se quedó con la sombra. Se quedó con todo. Me comió el dolor y dispuse a elevar el ancla. La fundí y la regresé a donde pertenece. Me subí al velero y me dirigí a ese horizonte de rayos y libertad. Me abandonaron los brazos, los oídos, las calles y los peces. Allí estaba, esperándome de nuevo. Ahí estaba, como siempre, detrás de las espesas nubes cargadas de llantos y vida, el Sol.