jueves, 1 de diciembre de 2011

Cigarrillo

Estaba seguro de que tarde o temprano iban a volver. Son como en esos momentos en los que uno se retuerce en su propia mente viendo lo inminente llegar. Ya no tenía noción del tiempo ni relojes a los cuales acudir. Sólo ese lugar. Ese farol.
Como siempre, me dispuse a calentar agua y a buscar la yerba por algún lado para poder preparar un rico mate. Siempre a los chicos les gustaba tomarlo amargo y mejor así, ya que no cabía la posibilidad de azúcar dentro de él. Al agua le faltaban unos instantes de fuego, por lo que me dispuse a poner la yerba dentro del mate. Lo llené hasta casi la tres cuarta parte y luego lo incliné dejando el contenido en diagonal. Una vez lista el agua, la vertí por el costado bajo del recipiente y luego de unos segundos metí la bombilla. Continué metiendo líquido pero esta vez por el objeto recientemente agregado y la yerba se mantuvo intacta en la parte de arriba. Habiendo terminado, me decidí a tomar nuevamente y a disfrutar de otro momento de soledad.
Mientras tomaba, miré hacia los costados. Nadie iba ni venía de la carretera. Ya se me había hecho costumbre que me acompañaran sólo esas vallas a los lados del camino. Era siempre lo mismo. No podía salir de ahí ni volar. Faltaba algo de destino pero sobraban burlas incomprensibles. Pero estaba seguro de que tarde o temprano iban a volver.
Mis penas se medían entre mates solitarios y falta de memoria. No sé cómo llegué ahí.
Creí que otro día había pasado. ¿Tan sólo uno? No estaba demasiado seguro. Preparé lo mismo de siempre y me dispuse a sorber más y más. Algunas imágenes se vinieron a mi mente. Eran borrosas y no podía esclarecer los recuerdos. No me preocupé demasiado ya que no me servirían de mucho. Di un largo sorbo y dejé el mate. Me detuve un momento a pensar en las ilusiones fusiladas. ¡Cuántos fideos! Caras y charlas divagaban ocultamente detrás de algún uniforme. Nos escondíamos hasta dentro de nuestra propia cabeza. ¡Cuántos centavos!
Hubiera jurado que otro día había pasado. ¿Apenas uno? Me preparé un mate y tomé. Cada sorbo parecía jugarme una mala pasada. El mate ya no era amargo sino denso. Más imágenes se me vinieron a la cabeza. Esta vez más claras. Cada yerba era un recuerdo perdido, olvidado de forma cómplice. Me di cuenta que era no querer hacer memoria, que es peor. Me reproché estar a punto de ceder a la cabeza y tomé otro sorbo de mate.
Algo se acercaba, estaba seguro. Los momentos atormentaban mi cerebro con más intensidad entre cebadas. Vi las caras en la casa. Estábamos todos juntos nuevamente. Quique, Rodolfo, Julio, Roberto, Charlie y yo. Otra vez compartiendo debates, mates, facturas e ilusiones. Ya habían pasado 5 años que trabajábamos en esa fábrica y la patronal esporádicamente subía los sueldos a costo de condiciones laborales peores.
Durante los primeros años nos hicimos amigos entre máquinas y sudor. Coincidíamos en el descanso y solíamos comer lo que lleváramos y charlar de nuestras vidas. Nos contábamos cada vez más intimidades hasta que se terminaron y tomamos confianza para quejarnos del trabajo. Los temas recurrentes siempre eran los sueldos, las horas de trabajo y el excesivo esfuerzo junto con el maltrato de los patrones. Los verdaderos problemas aparecieron cuando comenzamos a pensar una forma de reclamo por mejores condiciones obreras. Nada volvió a ser lo mismo. Recordé entonces en lo que se había convertido la casa.
A la lejanía avisté dos siluetas caminando errantemente. Debajo del farol, la oscuridad alrededor se intensificaba y no me permitía distinguir quiénes eran. Mi corazón algo me decía, se aceleró. Sentí que una larga espera se terminaba. ¿Eran ellos, finalmente? Ellos… Si. Recordé. Los comencé a ver claramente. Eran Roberto y Charlie. También advirtieron mi presencia etérea y se sorprendieron. Me dispuse a toda prisa a preparar el agua para el mate y compartir al menos unas últimas cebadas. Una adrenalina me subió hasta el cuello pero algo andaba mal. No era yo el que estaba ahí. Pareciera que nunca hubiera sido.
Puestas las sillas y preparado todo para disfrutar de la yerba amarga, no pude evitar en mi mente, creí, divagar por unos intensificados recuerdos nuevamente. Éstos no me pertenecían. Nada podía pertenecerme ya. Ellos allí no estaban. Eran los espejismos de algo que no podía dilucidar. Les pregunté, con algo de reproche, por qué habían vuelto. La verdadera pregunta creo que debería haber sido qué hacía yo ahí. ¿Estaba ahí? Podía ver, sentir, tocar. Entonces sí, estaba. ¿Pero estaba? Ellos me veían, me oían. ¿Pero estaba ahí?
Antes de que me diera cuenta se habían levantado y yo con ellos. Sentí como lentamente me volvía la sombra que los acompañaba nuevamente. Habían vuelto para recogerme.
Pero una nueva silueta se formaba. Allí estaba Rodolfo, más adelante. Me miró y con sorpresa se mantuvo así. Pero no podía ser. ¡Rodolfo!
¿Eras vos?
Con toda la incertidumbre invadiendo como termitas mi ser lo seguí mirando mientras se desvanecía. Antes de irse me preguntó:
- ¿Por qué estamos acá? ¿Estamos?
- Es que no estoy seguro. Me siento a la deriva, perdido totalmente en el tiempo que se burla en mi cara. Como si la misma ironía se hiciera presente delante de mis ojos y me abofeteara.
- Algo no está bien, Rodolfo… ¡Tenés que decirles!
Tras su desesperación, se incorporó a la oscuridad. De torpe, al querer rescatarlo del olvido, tiré todas las piezas de ajedrez al demonio con el codo derecho. ¿Qué tenía que decirles? Tanto tiempo moviendo alfiles que me perdí de algo, de eso estaba seguro. Me sumergí en la memoria quién sabe cuánto tiempo, jugando conmigo mismo y desafiándome sin cesar. Pero, casi como si Facundo hubiera tenido un efecto sobre mí, comencé a recordar.
La noche estrellada se desplegaba alrededor de la casa. Estábamos los seis allí. Julio, nervioso y furioso, diciendo que era necesario intensificar los reclamos, radicalizarlos. El “Negro” Quique, afirmando que tal vez había que esperar ya que los obreros de la fábrica no tenían apoyo de los centros de organización. Roberto, reflexionando acerca de las consecuencias inmediatas de forzar otra huelga politizada en una fábrica privada respaldada por el Estado. Facundo intentando calmarnos a todos con mates y observaciones críticas. Charlie convencido de que directamente no era el momento de tomar los medios de producción mientras sostenía y apoyaba sus creencias en libros con su mano izquierda. Yo, convencido que manteniéndonos en clandestinidad como agitadores de la huelga nunca podríamos cobrar la fortaleza necesaria aunque sabía que eso podía ser directamente fatal para todos.
Esa noche aguardábamos la llegada de compañeros. Estaban retrasados. Nunca llegaron. Recordé que la esposa de Julio había sido asesinada bajo fusil.
Veía en ese momento las cosas más claras. Ya debía haber pasado mucho tiempo y era hora de que volviéramos. ¿En busca de qué? Me faltaba ver más. De algo estaba seguro: No quedaba nada en aquella casa ahora; sólo más recuerdos.
A veces los recuerdos parecen tener la torpeza de hacerse presentes, vivos. Se especializan en sumergirnos a una oscuridad actual y tragarnos en el tiempo ridículamente. Sin embargo, ahí están. Juegan con nosotros, nos hacen dudar de nuestros caminos. La carretera nunca se vio tan olvidada. Nadie iba ni venía. Allí estaba solo y rodeado de recuerdos. Parecía que querían acariciarnos como un placebo cruel en el rostro. Nos conforma pero nos impide seguir. No tenía a nadie, ni siquiera a mí mismo. Pero allí estaba. ¿Estaba? Como fuera, me rodeaban memorias fugaces pero tenaces.
Crueles son los detalles, asimismo. Imperceptibles en la multitud pero fatales para el ojo observador. Nos dicen mucho más que la palabra desnuda. El más elaborado discurso siempre tiene un detalle. El más elaborado crimen siempre tiene al menos un detalle. Siempre tiene todo. El detalle es más que todo. Pero, ¿Quiénes son los detalles ante uno? Debería tenerse cuidado cuando se los busca, porque podemos ser víctimas de nuestro propio engaño y encontrar algunos insignificantes y hacerlos válidos. En ese momento, estamos perdidos. No existe anestesia que calme al caballo salvaje cuando ya galopea libre como no existe mentira más verdadera que la incoherencia. Pero, así como los detalles, la incoherencia es relativa. Entonces, ¿Qué es un detalle? Es entonces un recuerdo. Podemos notar al primero sólo si lo conocemos de antes, si por lo menos oímos de él. Pero todo siempre nos remite a lo empírico. Pero si el detalle puede ser una mentira, ¿Puede el recuerdo también?
A la lejanía avisté dos siluetas caminando errantemente. Al lado de la mesa, la oscuridad alrededor se intensificaba y no me permitía distinguir quiénes eran. Sentí que una larga espera se terminaba. ¿Eran ellos? Si. Recordé. Los comencé a ver claramente. Eran Roberto y Charlie. Apenas me vieron se me hicieron familiares una vez más. Ya habían pasado por esto. Otro mano a mano se aproximaba y esta vez las lenguas ya estaban calientes. Roberto se sentó frente a mí y Charlie a un costado. El gordo no tardó en lanzar el primer cartucho. Sentí como si estuviera en un río dejándome llevar. Ya no me pertenecía. Mi voz se me extravió de la mente y no fui más. ¿De qué carta me hablan? ¿Me están hablando? ¿Qué hago acá? Pero qué pregunta. Juego al ajedrez, nada más. Nada más. Nunca más. Las piezas se movían solas. El dejà vú siguió su curso y todo fue como siempre.
Fue entonces cuando le vi la cola al dragón. ¡Tenés que decirles! Recordé. La casa y nosotros. La casa sin nosotros. Pero ya no hay nada allí. Si yo lo sabía, ellos también. O ahora iban a saberlo. Ahora Recordarían.
Sin más se levantaron. Tras sufrir un jaque mate el cerebro se nos entumeció y no había razón para permanecer allí. Estaban advertidos. Pero faltaba algo. Algo había en esa casa y no era nada bueno. No estaba allí pero los esperaba. A cada uno de nosotros.
Una nueva silueta se formaba más adelante. Allí estaba Quique. Me miró y se mantuvo estupefacto. Esto se me hacía familiar. ¡Quique!
¿Eras vos?
Rodolfo no paraba de mirarme con desesperación. No tardó en gritarme:
- ¡Quique, sos el único que queda! ¡Si vos no los parás, entonces van a llegar!
- ¿El único que queda? ¿Parar a quién? ¿Rodolfo, sos realmente vos? – Me extrañé, casi como si recién despertara de un largo sueño.
- Todavía estás vivo, Quique. Antes de ser uno más, tenés que advertirles.
Luego de un ademán frustrado, se incorporó a la oscuridad. La escena se me hacía raramente familiar.
Allí estaba, sólo. Una ruta se me hacía presente conocidamente pero no comprendía qué hacía allí. De repente aparecí, como oculto detrás de una sombra. Mi presencia aquí significaba algo, pero no dilucidaba qué. Muchas imágenes no tardaron en atravesar mi cabeza. Tomando mates, jugando al ajedrez, conversaciones sin sentido. Era el último. ¿Una carta? ¿Qué significa todo esto? Recuerdos que no me pertenecían invadieron mi cabeza. Pero de repente ahí estaba de nuevo.
La fábrica carecía de ventilación y las maquinarias elevaban las temperaturas a niveles intolerables. Los patrones brillaban por su ausencia cuando a condiciones se trataba y la inversión sólo era destinada a reemplazar obreros. Compañeros de muchos años fueron desempleados y cada vez quedábamos menos. Yo me mantenía callado ante la situación hasta que un día los conocí a Charlie y Roberto. Ellos estaban intentando armar algo con otros muchachos para reclamar por mejoras de sueldos y condiciones laborales. Era un disparate, para mí, porque la empresa era transnacional y contaba con un estrecho apoyo estatal por las relaciones que tenía con los empresarios extranjeros y explotadores. Sin embargo, eran convincentes las ideas y no tardamos en ser varios los realmente interesados por las propuestas. Allí formamos estrecha amistad entre ellos dos, Facundo, Rodolfo y Julio. Ya nos conocíamos, pero afianzamos nuestra relación e intensificamos el trato de silencio de no delatar a nadie en caso último.
Finalmente, luego de agotar alternativas diplomáticas, llegó la huelga. Fue en la puerta de la fábrica donde se desencadenó la represión policial. Los patrones pidieron acción de las fuerzas estatales y no tardó en aparecer. Varios fueron los detenidos y la mayoría obligados a proseguir con la práctica laboral. Era una derrota muy desalentadora. Era evidente que iba a ocurrir, puesto que fue una manifestación aislada sin apoyo de ningún partido ni agrupación política. Allí fue cuando nos tildaron de punta de lanza y Julio fue el primero en ser presionado. Solía ser el más radical para reclamar, incluso más que Roberto y Charlie. La organización clandestina fue tomada por él, quien además intentó moverse para obtener apoyo de otras organizaciones. No contábamos con que la policía iba a realizarnos un seguimiento cercano. Entraron a su casa una noche y amenazaron con matar a su mujer si seguía “jodiendo a quien no respondía”. Los patrones se enteraron, de alguna forma, de sus intenciones y le dijeron a través de la policía “cortala, zurdito”. Hizo oídos sordos a esto y unos días después, su mujer fue secuestrada y encontrada muerta, acribillada, en una zanja cercana a su casa. Julio nunca volvió a ser el mismo. Furia y tristeza nos atravesó a todos cuando nos enteramos de esto, ya que a veces nos reuníamos todos con ellos y comíamos ricas facturas de una panadería cercana. Era una chica adorable y siempre alegre. Era el color de esa casa.
La luz parecía haber abandonado su corazón, pero su odio furioso brotó por toda la fábrica. La pérdida que sufrimos fue el puntapié para que urgentemente todos nos movilizáramos a conseguir apoyo. El soplón no tardó en aparecer, un joven que quería escalar posiciones. Lo destrozamos a golpes y nunca más supimos de él. La patronal repudió esto pero no tenía pruebas para sostener que hubiéramos sido nosotros. Comenzó a haber presencia policial en la fábrica. La situación se complejizaba más y más. Fue entonces cuando no pudimos hacer más ningún tipo de asamblea ni organización dentro de la fábrica y tuvimos que encontrar otro. Fue entonces cuando Julio ofreció reunirnos en una casa que tenía en un terrenito con una casa a unos cuantos kilómetros fuera de la ciudad. Se encontraba en el medio de la nada, a un lado de una ruta. Nos pareció a todos lo más sensato y juntamos una importante adhesión de los obreros para reunirnos cada dos semanas allí. Esa ruta y esa casa fueron anfitrionas durante unos meses de extensos debates políticos y laborales y enfrentamientos furiosos de propuestas. A partir de poder debatir sin hostigamientos, aunque en clandestinidad, logramos articular proyectos más concretos pero seguíamos sin tener apoyo consistente de partidos políticos. La situación política del país se mantenía muy compleja y separada.
El problema fue esa noche. La última reunión, donde en teoría íbamos a debatir si tomábamos los medios de producción como decía Charlie o no. El resto de los compañeros debían llegar más o menos a las diez de la noche. Eran las once y no había ocurrido. La inquietud se había apoderado de nosotros. Aquietamos la preocupación intentándonos convencer de que sólo estaban retrasados. No tardamos en darnos cuenta de que estábamos gravemente equivocados. Una lluvia feroz se desató tras amenazar con diabólicas nubes arremolinadas y perturbadoras por unas horas. Julio se levantó totalmente alterado y decidió irse solo a buscarlos por la carretera con el coche. Pidió que aguardáramos por él en la casa. Intenté convencerlo de acompañarlo, pero no tuve frutos, sentenció que era preciso que juntos cuidáramos la casa. Pobre Julio.
Prendí mi cigarrillo, como para calmar con nicotina mi perturbada cabeza aterrorizada por estas memorias. Mi corazón se aceleró demasiado y fue entonces cuando recordé las palabras de Rodolfo. Una ráfaga de nervios y terror invadieron mi mente cuando en el cielo comencé a ver nubes de tormenta acercarse a toda prisa por el horizonte. Venían detrás de ellos dos. Ahí estaban, llegando a paso firme. Se acercaba el final y ya estaban decididos. Sólo quedaba yo entre ellos y la casa. Apagué, entonces, mi último cigarrillo

La peregrinación del cabo suelto

Sentía como si el pellejo se me retorciera de frío. La carretera estaba oscura y la luz de la luna descansaba detrás de un manto onírico de esplendor nocturno. Tal vez en un rato incluso lloviera. Por momentos olvidaba esa condenada caminata eterna al costado del camino mientras me estremecía. Me acompañaba el cabezón Carlos, o Charlie, como le decíamos por el barrio tan anhelado. Parecía que los pasos nos escoltaban mientras las estrellas se ocultaban detrás de las nubes. Por suerte, no había demasiado viento.
Para combatir la helada, mi amigo sacó de su chaqueta de cuero marrón algo demacrada una petaca de whisky. Lo miré con algo de enojo porque ya hacían tres horas que andábamos por esa ruta, muriéndonos de frío. Ahora recuerda que tenía ese trago tan necesario, de esos que el cabezón tiene y son una paliza al cuerpo.
- ¡Lo peor es que seguro te lo querés tomar todo vos! – Le dije, burlonamente.
- Todavía nos quedan, por lo menos, dos horas de caminata – Respondió Charlie, tranquilo hasta cuando empleo mi sarcasmo para intentar alterarlo. Parecía siempre tener esa calma que esa noche le hacía juego con el clima –. Si sacaba la petaca antes, íbamos a llegar en mucho más tiempo por la borrachera.
El cabezón medía un metro noventa, aproximadamente. Su tez era blanca y tenía la cabeza rapada. Su cráneo a veces parecía estirarle el cuero cabelludo. Una pequeña cicatriz marcaba el lado izquierdo de su frente, unos centímetros por encima de su sien. Sus cejas eran pobladas y de lejos parecían estar unidas. La nariz sobresalía de su rostro algo gruesa pero con una terminación levemente puntiaguda. Sus mejillas eran algo más tímidas, opacadas por una gran boca que despedía un vozarrón difícil de encontrar en otra persona. Era gordo hasta de piernas pero, a pesar de todo, su cara transmitía una paz y tolerancia sin igual. Lo único que podía enojar a otro de Charlie, era su calma incorruptible.
Sólo el ruido de pasto aplastado rompía con la hegemonía de los grillos. Los interminables alambrados de los campos nos perseguían y no tenían intención de dejar de hacerlo. Era casi un dejà vu. Entre tragos y pasos fuimos peregrinando al recuerdo. Durante unos instantes contemplé el cielo y recordé un poco la vida que estaba dejando atrás esa noche. A veces pareciera necesario escapar para extrañar. Aunque creo que el problema no es escapar egoístamente de todo por un momento, sino volver y no encontrar nada. Quizás esa sea la adrenalina de irse y no saber que va a ocurrir. Pero esta noche sabíamos lo que iba a ocurrir, estábamos dirigiéndonos a un lugar específico. De a poco pareciera que aquel lugar susurrara memorias. Una leve brisa se levantó y sentí ese olor, el mismo del pasado.
- ¿Vos sabés que a esta altura creo volver a escucharlo a Quique mientras fumaba? – Piensa en voz alta, Charlie, quien tomaba de la petaca intensos sorbos de whisky – No sé cómo decirlo, pero es como si el negro nos acompañara.
- Yo comienzo a recordar las cosas de la vida. Es como si las cosas cobraran un nuevo valor, uno mejor. Las facturas y te con Julio y su amada. Las partidas de ajedrez con Rodolfo. Las interminables charlas políticas con Facundo entre mates. Todas memorias perdidas en algún rincón del alma que resurgen para no olvidar. Pero… ¿Es necesario alejarnos de todo y meternos en una soledad total para recordar?
- Tal vez el frío de aquí será más fuerte por fuera, pero no penetra en nuestra piel como la muerte en la ciudad- Terminó por reflexionar, el gordo, mientras me pasa la petaca con los últimos tragos de whisky.
Era interesante escuchar esas respuestas de Charlie. Con el whisky habíamos entrado un poco en calor, aunque no demasiado. Caminábamos a paso más lento, pero creo que por el cansancio y aburrimiento de la interminable llanura de campo a nuestro costado. Todavía nos seguían los alambrados.
Volví la mirada al camino y advertí un farolito más adelante, a unos cien metros. Era idéntico al de la casa de Facundo. De hecho allí estaba Facundo. Cuando advirtió nuestra presencia nos saludo como siempre con sus dos dedos índice y medio levantados y separados. Apenas pudo nos puso a calentar agua y preparar el mate, mientras aproximaba dos sillas más a la mesa. Sin más, nos sentamos con Charlie a los dos muebles incorporados. Primero nos miramos y luego observamos el pequeño florero situado en el medio de la mesa. Luego salió de la cocina Facundo con el agua bien caliente dentro de la pava. Nos sentíamos como en nuestra propia casa. Una vez servidos los mates, Facundo disparó:
- ¿Qué andan haciendo por acá?
- Simplemente pasábamos y no pudimos evitar detenernos para saludarte – Respondió el cabezón- ¿Qué… Acaso llegamos en mal momento?
- Definitivamente no es el momento, creo- afirmó Facundo, mientras cebaba un nuevo mate.
- Necesitábamos venir, realmente son extrañados – Intervine.
- Roberto, el frío que les espera es tal que ni la lana podría protegerlos – Me intentó explicar. Su mirada se había vuelto tensa. Vestía su eterno saco de acrílico marrón gastado. Debajo, una camisa de cuadros blanca cuyo cuello sobresalía. Usaba un jean algo demacrado por el uso y en parte sucio. Lucía mocasines típicos que terminaban por darle un aspecto algo más avejentado. Algunas canas que escapaban de la tintura endeble no lo perdonaban.
- ¿Por qué decís eso?- Inquirió Charlie- ¿Qué está pasando allá?
- Vos me preguntás eso a mí, pero… ¿Vos sabés por qué estás peregrinando al pasado?
- Sabés bien lo que significa ese lugar para todos nosotros… Lo que significó- Respondió de nuevo, pero esta vez evitando la pregunta que le habían arrojado.
- Tomate un mate… Tomate un mate para bajar un poco ese whisky –Recomendó, el dueño de la yerba.
El silencio se hizo presente y consigo, de nuevo el frío, a pesar de los fuertes mates amargos. El farol había quedado atrás y nuestro camino, jamás tan imponente, se amplió frente nuestro. Los alambrados nos miraban, buscaban asfixiarnos cuál mártires en un campo devastado por interminables historias. No puedo ver más terrenos abiertos sin que me falte oxígeno.
Mientras Charlie divagaba al caminar, yo no pude evitar mirar con cruel insomnio el sátiro asfalto detallado con algún amarillo intermitente. No era muy usada esa ruta pero no nos atrevíamos a caminar por el medio de ella por miedo evidente. Nunca pasaba nadie por allí más que sombras o algún demonio suelto cargando con incertidumbres y evidencias. Ese asfalto cargaba historias repetidas una y otra vez y quienes lo atravesaran no podían escapar de las mismas. Era politeísta de numerosos colores pero sin manuscrito que lo representara en la memoria. Pobre de aquel que osara años atrás caminar por este sendero. Sólo la luna y sus compinches surcaban por esos pastizales y barrancos tramposos donde los coches encontraban cierta perdición. Balaceras de ideas danzaban por allí y la respuesta tarde o temprano aplacó la mente. No habría lectura que trajera a nadie de nuevo. Nunca más ideas.
- No dejo de sorprenderme de cómo pareciera que estamos más lejos a cada paso – Pensó, Charlie, en voz alta-. ¡Si habremos caminado, eh!
- Hubiera jurado que ni el diablo se atrevería jamás a pasar por estas tierras lejanas… Pero nos olvidamos de dios.
- ¡Qué dios hijo de puta!
A pesar de nunca terminar la propiedad privada a nuestros costados, había un lugar en esos pantanos de concreto lejano que permitía que nos creyéramos salvados de una realidad abrumadora. Quien pasara por esa vida fatal nunca juntaría suficientes centavos para llegar al peso. Éramos creyentes sin cielo pero ateos por convicción. Puteábamos por cortesía y nos reíamos del sarcasmo de la cotidianeidad. Las calles fueron nuestra escuela y la palabra nuestro fusil. No recuerdo ya el calor industrial de maquinarias acariciándome como sirenas macabras cargando con una cruz plagada de pinches venenosos. El cielo ennegrecido de tantas penas que ni las más puras plegarias podrían abrirlo. No podría jamás alcanzar la olla para tantos fideos.
Allí estábamos, como si la ironía misma nos acompañara debajo de nuestras sombras. El cielo seguía cubierto y la luna dejaba caer unos brazos de luz por los agujeros de su gran colchón. Nada habitaba esas tierras. Unos terrenos desolados, abandonados por almas que alguna vez fueron felices allí. Era el folclore del infierno sentir ese frío escalofriante de fantasmas que regresaban cada tanto entre antorchas y sudores. El azufre penetraba en los pulmones y hacían doler la cabeza atormentada. Es que ni el león se quedaría con tanto lobo acosándolo.
Más adelante había una mesa depositada, casi como olvidada que cayó de alguna plaza. Me recordó a Rodolfo. De hecho allí estaba Rodolfo. Apenas advirtió nuestra presencia se puso a acomodar las piezas de ajedrez para jugar una partida conmigo, como siempre. No tenía sentido, siempre me derrotaba. Cuando nos acercamos, yo me senté frente a él y Charlie a un costado. Fue el gordo quien quebró primero el silencio:
- ¿Estás aquí también por la carta?- Preguntó, dirigiéndose a Rodolfo.
- Yo no recibo cartas, amigo. Ya no tengo casa- Respondió el anfitrión.
- Perdón, fue una pregunta estúpida. Entonces… ¿Qué hacés acá?
- Juego al ajedrez. ¿Nunca jugaste contra vos mismo? Admito que al principio te sentís un lunático, pero luego de practicar mucho comprendés con profundidad tus errores al mover las piezas. ¡Qué juego magnífico!- Exclamó, algo feliz, el maestro del juego- Bueno, ¿Vamos a jugar o no?
- Si claro, por supuesto- Accedí, sin demasiado preámbulo. Deposité mis delgadas manos sobre la mesa de piedra y aguardé la primera jugada, ya que era negras. Hacía ya un tiempo que no jugaba, casi por respeto. Mi único oponente era él. Finalmente se dispuso a mover a mover un peón. Movió dos cuadros hacia delante el que se encontraba posterior a su rey. Me sentí bien porque pensé que podría atacarlo más directamente así.
- Ustedes piensan que están regresando, pero realmente saben que van a terminar una historia. No me vengan con cuentos infantiles- Disparó, tras jugar, Rodolfo.
- La incertidumbre fue incontenible. Realmente creo que ninguno sabemos que hay allí ésta vez, con certeza. Pareciera que han pasado siglos- Respondí, casi como si la pregunta me hubiera atravesado como un rayo.
- Saben que no hay nada. A eso me refiero.
- Hay algo y vamos buscarlo. Nadie podría copiar su forma de escribir y sólo hay una Babilonia- Cortó en seco el vuelo de la pregunta, el cabezón. Apenas hubo silencio me dispuse a mover al peón de la punta izquierda un cuadro para no arriesgar al rey.
- Están volviendo porque la culpa los carcome, nada más. Como si fuera poco, ver estos campos les quiebra aun más el fondo de la memoria- Afirmó, el nuestro amigo, unos instantes después. Al igual que Facundo, su mirada se había vuelto repentinamente vigilante y cruda. Nos quería decir algo pero la mente no nos permitía interpretarlo. Era como si un mensaje taciturno quisiera penetrarnos sin éxito. Entre miradas tensas, mi rival movió el alfil
- No nos carcome la culpa. Habíamos planeado todo con cuidado. Debíamos irnos los seis de allí- Recordó, Charlie. Una indescriptible tristeza abundaba su rostro.
- Pero no fue así- Sentenció, nuestro amigo, con severidad.
Las fichas seguían moviéndose aunque yo ya no prestaba demasiada atención. Me había distraído con la conversación y mi mente intentaba dilucidar qué recordábamos, de qué hablábamos. Creo recordar algo. Estábamos todos allí, encerrados con el cielo paseándose por la ventana. Era la ventana de un sótano, si. Apenas entraban vírgenes rayos de sol por lo que creíamos la mañana. No había horario allí abajo, era más bien un calabozo. Mordíamos los labios de olvido y pura agonía. El mundo paró delante de nosotros y se escabulló por la espalda de los verdugos. Fuimos babosas en salitre durante días y la humedad nos ahogaba con tenacidad.
- Jaque mate- Le dijo a Roberto, con su sonrisa habitual. Es que siempre las partidas finalizaban igual: Rodolfo sonriendo victoriosamente detrás de sus grandes lentes y debajo de su peinado lamido hacia atrás, mientras su rival mordía con admiración y bronca su boca.
Allí estaba mi amigo, derrotado, sumido en una incertidumbre inesperada por haber perdido atención al juego. Pero el jaque yacía delante nuestro. Nos levantamos y seguimos caminando más pesadamente. Quedaba tan sólo una hora de caminata, estaba seguro. Las palabras de Rodolfo habían tenido un impacto profundo en mi acompañante más que en mí. Siempre pensaba demasiado y divagaba con facilidad dentro de su mente. Solía largar reflexiones algo tristes pero muchas veces acertadas, aunque fáciles de desmoronar si no se tardaba en responderle. No sabía manejarse con alguien que descifrara su patrón de razonamiento. Se volvía torpe cuando se enfrentaba a alguien que supiera manejar su psiquis o que tan sólo le diga algo que no preveía, por más simple que fuera.
Roberto vestía un pantalón de tela lisa manchada, similar a la de un albañil. Tenía el pelo corto y desprolijo, con algunas elevaciones espontáneas. Una campera de cuero maltratada recubría su cuerpo por encima del buzo y la remera de mangas largas. Su mirada perdida solía encontrar cualquier excusa para depositarse en una idea y extraviarse por cualquier horizonte. Su andar era torpe, pero decidido. Nunca se hubiera tropezado con nada sin saberlo antes. Con los años no había aprendido a caminar mejor sino a caer parado. Nos conocíamos desde pequeños. Nunca fue un ángel que comiera porquería mansamente. Bastardeado y golpeado, había aprendido a sobrevivir a la selva y las bananas voladoras. Se cansó muy rápido de la vida y buscó la muerte con intensidad hasta que la encontró. Muchos de los que lo conocieron midieron su paciencia entre palos y sorderas. Pero yo lo conocía bien y sabía lo que podía dar. Nunca dejó que la pelota se fuera de la cancha y resguardó toda pena dentro de la razón. Era imposible de cambiar pero sencillo de influenciar. Adaptaba su entorno para su conveniencia, asimilaba manías de otros a su personalidad y se mejoraba. Era una torre de Babel siempre abierta pero de muros interminablemente gruesos.
Allí seguíamos caminando, con un poco menos de frío. Tal vez comenzábamos a sentir la chimenea o es que era el calor de nuestros amigos. Pensábamos. Yo nunca tuve la capacidad de volar tan alto, mi fuerza estaba en la tierra. Roberto solía escuchar con atención mis simples reflexiones tal vez para apaciguar su mente conspirativa. Siempre que salíamos de trabajar debatíamos con fervor entre cervezas y cigarrillos. Él terminaba su turno una hora antes pero me esperaba sin problemas con algún libro o revista escurriendo por sus dedos. De puro arlequín, el destino nos volvía a poner en un mismo camino. Las cosas, sin embargo, habían cambiado. Lágrimas secas habitaban nuestros corazones ahora y caminábamos en busca de una respuesta. ¿O acaso nos íbamos a reunir con nosotros mismos? No hubiera sabido decir qué me preocupaba más, si esa carta de Julio después de tantos meses o el hecho de que nunca habíamos vuelto a verlo. Ya habían pasado 2 años.
Nos acercábamos a la parte final de la peregrinación y todavía quedaba un cabo suelto: ¿Qué decía la carta? No quería recordar. Sabía en el fondo lo que iba a encontrar y no quería llegar. El asfalto ahora terminaba y comenzaba la tierra. Los errores en el camino ahora se agravaban y comenzaba más que nunca la tierra de nadie. Sólo los alambrados nos seguían y hasta nuestras sombras habían clavado ancla detrás. Zarpamos por última vez hacia la casa.

Campanas

- Sos un hijo de puta
- ¿Por qué? – Me respondió el Tiempo.
- Porque me arruinaste la vida

Así comenzó nuestra pulseada. Entre reproches y nudillos sin aterrizaje, se disputó un mano a mano inútil. De tanta derrota había perdido la fruta. Repté alrededor de mi eterno acompañante demasiado. Era hora de respondiera un poco por sus malas intenciones. Es que ahora tenía la capacidad de burlarme de él. Creo que es eso lo único que uno puede hacerle: Sólo burlarse. Es como a ese amigo gordo y alto al cual nunca le vas a poder ganar una pelea pero te contentás con molestarlo. Pero nunca ganarle. Las cosas no volverían, se las había guardado en el bolsillo, bien cerca cosa de que el olor todavía me llegara.

- Gracias a mi sos lo que sos – Se atrevió a responderme.
- Gracias a mi soy lo que soy – Le retruqué, casi de caprichoso.
- Soy donde caminás, donde pensás y donde madurás. Sin mí serías aburrido.

Allí me detuve. ¿Siempre igual? No creo que quisiera ser yo eternamente, eso seguro. Mucho menos ser idéntico. Gracias a él ahora podía plantármele de igual a igual, aunque parecía una ironía. Nunca podía escaparle. Siempre fue la única pistola que sólo dispara por la culata. Aunque sea ahora podía sostener el arma y decidir no disparar. Demasiadas heridas tenía ya. No tenía cara, mi fiel enemigo, a la cual golpearle. No tenía cuerpo al cual atacarle. Sólo podía combatirle en mi cabeza, cual psicópata. Pero es real, allí está frente a mí. Constantemente mostrándome lo que fui y lo que puedo ser, pero atormentándome con campanas y relojes de arena. Nunca me acompañaría lo suficiente como para saciar mi sed de él.

- Si te frenaras tan sólo en momentos particulares, creo que no sería aburrido. Sólo un poco más…
- Los momentos los podés revivir siempre que quieras, mejor aún, perfeccionarlos y ser cada día un poco más feliz y tenaz – Me respondió, eternamente calmo.
- Hay cosas que no vuelven, hay cosas que no puedo cambiar y hay cosas que no voy a llegar a vivir, ¿Me estás burlando, encima?

Si, se burlaba. Ni siquiera necesitaba preguntarlo. Siempre fue el que reía último y siempre lo sería. ¿Cómo se le puede vencer al tiempo?

- Vas a tener que contentarte con lo que te queda. De lo contrario, quéjate con la Muerte.
- ¿Ya me estás echando?
- No te echo, porque vos mismo no me podés soltar. Nunca.

Sin más, se dispuso a darme la espalda y a marcharse arrastrándome de nuevo. No tardé en sacar mi cuchillo y clavárselo furiosamente en la espalda. Luego de eso, morí.

Muñeco de gelatina

La rata tenía una vista privilegiada. Allí estaba, inalterable. Siempre inalcanzable por la vista pero molestando con ruidos fugaces. Viviendo entre las sombras, siempre lograba ver más que cualquier depredador y más profundo que cualquier humano. Fue testigo, en esa zanja, de grandes anécdotas. Gente fue y vino, tristezas bailaron por allí como también las más cálidas paradojas. Fue depositada allí vaya uno a saber por qué dios terco y gracioso.

Esa pequeña rata se mantenía estática por el miedo cuando alguna amenaza se aproximaba y huía hacia los árboles cuando la corriente así lo demandaba. De pura testaruda nunca fue alcanzada por escobas ni cuchillas. Se quedó sola bastante tiempo, ya que de esa forma podía mirar mejor el mundo, sin interrupciones y además no debía compartir esos escasos alimentos. Roía todo lo que encontraba y no tardó en encontrarse más enemigos que compañeros. Rata iba a morir.

Una noche de invierno, sin embargo, logró ver algo que le llamó la atención. Durante años había visto centenares de escenas raras pero nunca una semejante. Ese par no estaba como siempre. Logró ver un beso de desahogo y cariño infinito y su corazón se sintió extraño. No había logrado ver algo así en mucho tiempo y feliz se dispuso a contarle el chisme a nadie. Recordó que era una rata.

En un recoveco de la zanja durmió esa tardía noche de muchas estrellas. Años había visto a ese par y todo cambió en una noche. Sin embargo a ese muchacho no lo había visto tantas veces en tan poco tiempo. Algo le había ocurrido, se le notaba en la sombra que lo perseguía. Algún ángel había tenido la poca fortuna de cuidarlo y había renunciado a mitad de camino, frustrado. Siguió durmiendo sin tener a nadie a quien contarle pero con una sonrisa contagiada por esa muchacha que tanto vio renegar por impericias de esos dioses que ella odiaba.

Otro día comenzaba y había logrado conseguir algunos dejos de hamburguesa en la basura a las apuradas. Otra vez ellos tres, de nuevo, mejor, distintos.

Unas flores crecieron bajo ese árbol al costado de la zanja. De muchos colores en poco tiempo. Demasiada belleza para ese gran arbusto podrido y bastardeado. Es que la ratita solía refugiarse en tiempos de lluvia con su callado amigo y a veces por puro gusto. Allí tenía otro tipo de vista. Sufría junto al gran señor antiguo cuando insolentes osaban arrancarle hojas. Hubiera deseado en ir a morderle las manos.

La rata ya había visto a mucha gente ahí, sentada, corriendo, besando, bebiendo y mintiendo. Ya un poco de trabajo le tomaba recordar en buen orden todo. Los años no le habían sentado tan bien en soledad. Una cierta locura se apoderaba de ella. Volvió a verla a ella una noche, inesperadamente, con la otra y otro. La rata no comprendió, o no quiso pensarlo. No tenía a quien contarle, después de todo.

Cuando se dispuso a descansar en ese recoveco, una intensa lluvia se desató y se vio obligada a huir. Esta vez, desde el árbol, lo vio a él con otra y una lejana. Podía notarlo por su vestimenta. Comprendió, ahí sí. Tal vez le resultó más sencillo pensar que sí. Nada raro ocurría. Estaba ya cansada, cada vez aguantaba menos la pobrecita y se quedó dormida en una de las gruesas ramas del gran señor.

Comió lo poco que encontró y se dispuso a chismosear otro día más. La cola ya no le respondía tan bien y se cayó del árbol de pura torpe. La vieron y un grito perturbó sus orejas y huyó a toda prisa hacia la zanja. Allí aguardó hasta el anochecer. Nunca había molestado a nadie, no entendía por qué todos la querían ver muerta. Cientos de veces se ocupaba de limpiar, mientras nadie veía, esa zanja. Lo que para otros era basura para ella era abrigo, comida o hasta una cama donde refugiarse.

Otra vez esos dos, perfectos, inmutables, felices. A ellos siempre les limpió la zanja mientras pudo. Pero la vista ya no le jugaba tan bien. Como último favor antes de recluirse una vez más a su dominio, pidió al mismo dios que allí la deposito que no deje separarse a esa particular pareja. Era lo que más la había reconfortado en toda su corta vida y quería irse sabiendo que al menos ese chisme tan hermoso iba a seguir con vida.

El dios no respondió, rata seguía siendo y no había ningún escritorio para ella. Con sus ojitos opacos, oculta, como siempre, detrás de las sombras, volvió a ver a esa chica. Volvió sola. No estaba con él. Una tristeza cubría su rostro y la ratita supo que dios le había fallado.

Una tristeza se apoderó de su débil corazón y cerró los ojitos. Pidió, entonces, a la chica, que no pierda la oportunidad de ser feliz como ella nunca pudo ser. Lástima que la ratita no hablaba muy bien el idioma humano. Pero, en su interior, tuvo una profunda esperanza que la hizo dormir y partir con una sonrisa que sólo la lluvia cuando la arrastró por primera y última vez le borró.

sábado, 6 de agosto de 2011

La frontera inesperada

Avistando la frontera, encontré un horizonte inmediato. Cruel. Decidí acercarme a ese límite tentador de puro transgresor, de pura libertad. Estiré la mano para intentar estrechar esa tierra mojada, suave e intacta con el pasar de las estaciones pero antes de poder tocarla, me detuve. Ya había estado ahí, ya me había reprimido y la ironía del tiempo volvió a cachetearme. Otra vez me encontré conmigo mismo, sin resultados positivos. La historia se repetía.
Saltar era una acción ya tomada, pasar por alto. ¿Otra vez el mismo error? Cientos de equivocaciones me carcomían y un futuro, un fruto casi malvado pero tan hermoso me guiñaba. Con sólo mirarme alcanzaba. ¿Otra vez otro error? No. Antes de darme cuenta ya había metido los pies en ese fango caliente e imprevisible. ¿Así se siente el destino? ¿Existe eso siquiera? El futuro se burlaba de mi falta de decisión. Hasta ahí había llegado, como nunca y ya me sentía un héroe. No hacía falta nada más, pero a la vez había tanto más para pedir. El límite era la sangre, sangre joven que hervía de ímpetu pero carecía de coherencia.
La frontera me había ya llegado a los tobillos. Contemplé el esplendor nunca más bello de no saber qué va a pasar. No sé qué ocurrirá mañana, ni ahora. El sol se estremecía y mi sudor recorría la piel tensa de expectativa. Pero nada hacía. Simplemente me dejé estar otros instantes. El tiempo pasaba y no me esperó ni un segundo. Yo seguí igual, allí eternamente. Una melodía extraña atravesaba mis oídos y la carne se volvía blanda.
Revisé lo que me rodeaba y estaba solo. Miles de soles y lunas me cruzaban por delante. Nada tenía atrás pero me di vuelta perdiendo todo. Con muchísima fuerza saqué los pies del pantano y regresé al reloj de arena. Los segundos no pasaban y mi corazón latía con más intensidad con cada pensamiento traidor.
Me levanté al día siguiente y miré por la ventana. La frontera se había acercado un poco más. Me acerqué y sumergí las rodillas en ese barro radiante. Habré pasado días así sin darme cuenta. Otra primavera nacía y seguía teniendo el mismo barro seco al despertar del año anterior. Era tal vez una de las pocas cosas que me daba calor. Sentirme cerca de la esperanza, la incertidumbre en cierta forma me complacía. Me atacaba furiosamente al detenerme a pensar, pero no dejaba nunca de acariciarme.
Abatido por los meses, me recosté en mi cama y observé aquel techo, cada vez más distante. El cielo se me había alejado un poco más. Salí a regar el césped pero vi que ya no era el de antes. Había perdido cierta cantidad de terreno por no cuidarlo mientras perdía el tiempo en el borde de la ciudad y lo que quedaba parecía una triste paja. Ese pasto ya no volvería a crecer fácilmente.
Cuando me dispuse a ir a trabajar me tropecé atolondradamente contra un pedazo de vida que se me había caído. Lo recogí y lo volví a poner en su lugar pero no tardó en volverse a caer. Frustrado, largué una puteada y me subí al colectivo. Desde la ventanilla podía seguir esa maldita línea al costado de la ruta que seguía mirándome, burlándose y ahogándome con su rutinaria tradición de hostigar mi mente.
Cuando regresé a mi hogar, noté cómo mi ventana en el comedor se iba caminando y cruzaba la frontera sin ensuciarse. De puro cabrón dejé que se fuera, deseándole alguna que otra maldad. Todavía me quedaban un par de vidrios en casa para mirar afuera. Ingenuo de mi parte fue pensar que así era. Ya me había olvidado que la del baño y el balcón habían escapado hace rato.
Cuando me desperté, noté que el techo ya se me había extraviado. Tarareando alguna canción bajé al oscuro living y quise hacer café. No había nada para comer pero por suerte ya no tenía hambre. Salí al jardín y me sumergí de inmediato a ese fango ya familiar. Miré atrás nuevamente y tenía menos que antes. Me hundí en esa viscosidad como nunca y una lágrima inundó mi rostro siempre intacto. Intenté mover el pecho para regresar pero ya estaba bastante enterrado.
Escuché de nuevo esa melodía intocable con los años. La contemplé de nuevo y no me resistí. Crucé esa frontera y allí estaba, otra vez, mirando al verde pasto desde el comedor.

jueves, 4 de agosto de 2011

Andanzas invisibles

Allí estaba, solo, en la habitación. Un aire fúnebre circulaba por los rincones y la luz era tenue, no llegaba a las paredes. La vieja lámpara colgaba de un cable eléctrico desprotegido en ese techo resquebrajado y húmedo. La pobre iluminación apenas llegaba a mis piernas y a esa mesita cubierta de novelas policiales y manuscritos apurados. No medía más de un metro y una de las patas parecía doblada y por momentos, el mueble se titubeaba sobre su base. Era de madera oscura, con eventuales astillas que cortaban con el tono opaco y demostraban una falta de cuidado notable que hacía juego con el piso, también del mismo material antiguo. Nadie podría entrar a ese cuarto si hacer tronar todo a su alrededor.

Detrás de mí, una biblioteca saturada de viejos libros se podía advertir contra la pared más lejana de ese rectangular pedazo de mundo. La cubría por más de la mitad. Sólo un pequeño margen quedaba libre y era porque alguien había construido justo en ese mural una ventana con la esperanza de que iluminara todo. De día tampoco podría lograr ese cometido, ya que un inmenso departamento se había levantado delante hace ya un año. A mi derecha, un sofá de colchón rojo y lúgubres apoya brazos de color opaco se desplegaba e invitaba a la inspiración posar como musa delante de quien se atreviera a recostarse. Miles de historias habrán pasado por ahí.

Las paredes apenas visibles atormentaban a cualquier mente perseguida puesto que la luz era intermitente y por momentos parecían haber sombras vivas. El viento que apenas se escabullía por la ventana parecía susurrar las más vivas historias de terror y los escalofríos se apoderaban de mis hombros cruelmente. La impaciencia me ganaba y yo no podía hacer nada más que aguardar. Comencé a observar con inquietud la puerta de roble maltratada y de cerradura de bronce. Habría pensado que se trataba de una lujosa habitación, pero era una casa vieja y dejada de lado por el tiempo. Se había quedado resignada a recibir atención.

Una ventisca repentina irrumpió desde la ventana. Movió más que nunca esa lámpara oscilante y voló un puñado de papeles violentamente. Mientras los manuscritos sobrevolaban la habitación, las sombras comenzaron a correr y a gritar. Todo fue un recital de ruidos y movimiento. Me encogí en mi lugar tras sobresaltarme y me dispuse a convencerme de que sólo era un susto. Pero los susurros se intensificaron. Apreté las manos contra la silla y mis ojos divagaron por los rincones más terribles del cuarto. Estaban ahí, observándome. Las escuchaba. Esas siluetas estaban vivas, no desaparecieron luego de haber caído las hojas de quién sabe cuántas historias siniestras. Me miraban, se escondían y regresaban. Eran ágiles, no llegaba a tener una mirada de lleno en ellas. Mis músculos se helaron y apenas podía parpadear.

Sentía una respiración en la nuca. No estaba solo. Me aferré más que nunca al asiento. Parecían víctimas reclamando irónicamente cosas del pasado. No podían tocarme, sólo desesperarme. La humedad en las paredes se extendió y la lámpara lentamente fue deteniéndose. Miré la puerta de roble con la esperanza de que entrara, que me salvara. Tenía que estar por llegar.

Las sombras se iban multiplicando, como un fuego alentado por un viento de popa. Se reían, lloraban, se enfurecían. Planeaban algo terrible en torno a mí. Miles de cosas se apoderaron de mi mente que se aceleraba segundo a segundo. Mis manos ahora estaban más inquietas que nunca. Ya no había susurros sino voces agresivas que golpeaban mi cabeza, aturdían mis oídos y azotaban mis dedos. Las presencias se comenzaron a escapar de las paredes y se me quedaban observando fijamente. Gritos en las calles entraban por la ventana. Disparos, crímenes y terror supuraban por las paredes.

Me empecé a asfixiar, ya no toleraba la presión. Empecé a sentir las caricias, los ojos y las intenciones. Mi cuerpo se dejó llevar, mi corazón se acostumbró a la tensión y escuché pasos. Quien fuera, se encontraba ahora del otro lado de la puerta inmóvil, vigilante. Clavé mi atención hacia esa dirección haciendo un esfuerzo faraónico para no volverme loco. Ya era tarde. El alargado picaporte con forma de serpiente se movió, se inclinó hacia abajo en unos interminables instantes y la puerta se abrió.

Allí entró. La única que podía rescatarme de ese infierno. Se acercó a mí, tomó mis manos y mis piernas y me sentó en el escritorio. Entonces me dispuse a escribir.

martes, 2 de agosto de 2011

Telmo

Refugiado detrás de unas ropas rasgadas por la calle y manchadas de vida a la deriva, se desenvuelve imprevisiblemente por un camino circular un extraño ya conocido. Su piel era levemente oscura y su rostro se encontraba sucio. No conseguía mantener una misma expresión prolongadamente. La soledad no le dejaba advertir su pelo negro desmarañado y con eventuales tonos tristes. Detrás de una barba es escondía una larga travesía diaria de castigo inagotable, de vida traicionada por la realidad.
Finalmente, el hombre avista un asiento y se aproxima a él con felicidad poco usual, casi conformista. Una vez descargada toda su humanidad allí, un perro no menos sucio y desprolijo aparece detrás de mis piernas moviendo alegremente la cola. Se acercó confiadamente extraviado compañero y se sentó aguardando pasivamente una caricia borracha. Una vez recibida, no se conformó y se entregó al piso y puso su barriga mirando al cielo. El extraño volvió a dale cariño a su compañero.
- ¡Telmo! ¡Telmo! – se exaltó inexplicablemente el vagabundo.
Tras volver a orientarse, miró de nuevo al perro y su expresión alterada pasó de inmediato a ser de serenidad. Levantó la mirada hacia mí. Parecía haber recordado de repente que su vida no es una fantasía morbosa sino que su entorno puede responderle. Fue entonces cuando me preguntó:
- ¿Vos sabés quién es Telmo?
- Emm… ¿El barrio? – respondí con incertidumbre. Las cejas traicionaron mi intención de seriedad, pero me ganó la extrañez
- Noooooo, nene. No entendés. ¿En serio no sabés quién es Telmo? – Se sobresaltó el hombre, casi indignado por mi atrevida ignorancia. Se levantó presipitadamente e intentó dar unos pasos inútilmente. El amor tragado lo hacía tambalearse y caminar desprolijamente sobre arenas movedizas
- Entonces… ¿Quién es?
- Éste es el verdadero San Telmo. De él sí que no me quiero ir – Dijo mientras bajaba su cansada mirada hacia el perro que no había dejado de mover su turbina, movida de felicidad por el cariño brindado por su hermano de vida. -¡Es un hijo de puta este Telmo! … ¡Telmo! ¡Telmo! ¿Podés creer que no te conoce?
Entre sonrisas perdidas y pelos sucios, el borracho movía los pies al compás de una música que jamás llegaría a advertir. Sus zapatillas eran de un azul abatido por la mugre, con los cordones apenas atados en una y en la otra oscilando a hacerlo tropezar. En un instante las levantó aproximando sus rodillas al pecho, como intentando abrigarse y pude notar las suelas deshechas o rotas en ambos casos. Viajes sin fin y ferozmente agotadores pasaron por debajo de allí y habían dejado una huella que marca hasta la más fuerte piel.
Telmo no dejaba de mover su cola mientras era acariciado. El viajante entregaba su corazón al animal, no tenía nada más para darle que eso y compartir juntos la comida ganada entre la miseria. Las uñas de su mano se encontraban resquebrajadas y fuertes líneas atravesaban sus palmas agotadas quién sabe por qué infinidad de esfuerzos. Esa pareja gritaba y nadie oía. Una triste mirada pobló nuevamente el rostro de aquella persona. Los segundos fueron eternos en que ambos hermanos se observaron, casi como confesándose cosas que nadie más podría comprender.
Telmo estaba cubierto de de un manto gris de pelos que nunca conocieron un veterinario. La calle había cuidado de él. Sus costillas se escabullían entre el pelaje que no podía llegar a ocultar la pobreza padecida. Una de sus patas traseras parecía lastimada, pero no parecía importante mientras andaba alrededor de su compañero para llamarle la atención. Debajo de su ojo derecho, una tajante cicatriz le llegaba casi hasta la mandíbula. Su lengua se agitaba intensamente fuera de su trompa mientras su cuerpo inquietaba. Le faltaba un pedazo de la punta su oreja derecha, que probablemente haya sido resultado de alguna pelea. En un momento se volvió a mí y me observó estático. Fue la única vez que vi su cola quieta. Hubiera jurado que me estaba advirtiendo que daría su vida si yo quisiera lastimar a quien estaba con él. Tras dejar en claro que ahí iba a quedarse, se regresó a las piernas del vagabundo y saltó para esta vez el pasarle su lengua por el rostro en demostración de cariño. Le ladró algunas cosas y recibió quejas por el ruido. Nuevamente fue acariciado y siguió feliz. No parecía agotarse esa chispa que sólo él le brindaba al borracho. Sin Telmo, el asfalto sería mucho más gris y la vida más tenue.
Miré hacia mis costados para comprobar que no había nadie más a mí alrededor. Me sentí por un momento casi como un narrador omnisciente. Sólo nucas y pelos recogidos entre jeans levis y botas caras parecían darle la espalda a una realidad que llora al costado. No reaccionan. ¿Acaso es una mentira inventada en una mente retorcida? ¿Una cruel fantasía de alguien que disfruta la epopeya diaria de una persona que pierde el alma un poco más con cada amanecer rojizo? El sol parece haber sólo lastimado la piel de aquella sombra porteña y nunca haber sido gentil con quien merece alguna vez un desayuno sin vino de cartón y pan duro mendigado.
De su bolsillo, el hombre sacó la última ración de elixir de olvido y se dispuso a tomarlo para viajar para no volver por otra noche fría. Telmo ahí iba a estar para cuidarlo. Telmo siempre está.

domingo, 31 de julio de 2011

El Sol

Andando por el viento sentí como ni siquiera la lana podía protegerme de un intenso invierno que, hasta ese entonces del calendario, nunca había sido tan cruel. Inexplicable alegría e incertidumbre me motivaban para proseguir en una peregrinación de asfalto que sentenciaba en silencio un reencuentro intenso. Aligeré los pasos con la esperanza de escabullirme entre la helada brisa, pero no sirvió. La música emitida de los auriculares me permitía por un instante fugaz irme de aquella calle, aquel camino y sentir que me encontraba más cerca de mi destino.
En la avenida, el semáforo se mofaba mi impaciencia y entre carcajadas, finalmente cedió con la burla y me permitió seguir. El colectivo no llegaba. Los bolsillos no eran suficientes para rescatar a mis manos y el cuello del saco me alcanzaba hasta el mentón barbudo, pero no alcanzaba a taparme el cuello congelado. Mis ojos advirtieron una silueta avanzar entre luces y coches. Me dispuse a acercarme de nuevo al borde de la vereda. Llegaba mi temporal salvación y con todo el valor que aun mantenía, saqué mi mano de su refugio para elevarla a la altura de mis hombros. Una vez arriba de la nave, saqué mi boleto y me senté al fondo, al lugar más lejano posible. Temblaba y mi nuca se estremecía ya pensando en las contracturas del día siguiente. Del morral intenté con los dedos entumecidos tomar un libro. Una epopeya fue coordinar las falanges dormidas, pero vencí y comencé a leer. Me extravié casi como un niño entre veleros y horizontes bellos, peces felices en la lejanía y madera flotando en el platinado océano, más seductor que nunca. Nadie podía hacerle a un lado, me sumergí de cabeza en esas aguas para nada más encontrar que aquí al lado, los peces están muertos de ciudad, la cicuta contamina ese alguna vez bello panorama acuático. Seguí navegando por esas aguas para avistar sobre mi cabeza una estela tímida de sol luchar contra nubes de tormenta temeraria. Intenté tocar el cielo con las manos y entre las nubes pude ver todo desde lejos. Humo, muerte, gris y rostros. Rostros pasando al lado. ¿Nadie advierte eso? ¿Tan terrible puede ser la cotidianeidad? ¿Tan ciegos nos volvemos con los años? No pude tolerarlo. Junté mis piernas con mis brazos y me impulsé de cabeza contra esas calles. Tomé velocidad infinita y con el alma decidida me acerqué cada vez más rápido a Buenos Aires. El viento me dolía, me golpeaba ferozmente. Pero ya nada podía detenerme, era necesario volver y cambiarlo todo. Entre estrellas y nubes miré por la ventanilla de mi izquierda y me dí cuenta que había vuelto a la pesadilla.
La poblada avenida Maipú estaba llena de inconsciencia. ¿Acaso esos jóvenes no advertían a esa sombra a su costado? ¿Ese hombre de andar impreciso ya estaba vencido de indiferencia? ¿Acaso esas ropas lo abrigan? El frío me abandonó rápidamente, asustado por el corazón latente de nuevo con más furia y amor que nunca. Quise volver a despertarme entre esas nubes de eterna libertad y rayos gritándome al oído, pero la calle Paraná me cacheteó la memoria y me arrojé a la puerta del colectivo. Las estelas de automóviles regresaron a mi costado. Olivos me recibía con un frío tenáz.
Aguardé la llegada de la otra persona que me acompañaría en ese bar escondido entre maleza civil y oscuridad oscilante. Los minutos corrían y la temperatura me invitaba a moverme para no ceder al abrazo helado de la sirena invernal. Algunos jóvenes gritaban desde sus autos y se sentían los reyes de la carretera. Algunas chicas respondían con gestos cómplices o a veces con indiferencia lógica. Las camperas danzaban al compás del camino y buscaban llegar a ese lugar que los pudiera acobijar con alcohol.
Finalmente llegó. Entre sonrisas y abrazos, nos saludamos y charlamos, casi como una previa, sobre las cosas en las que nos íbamos a explayar más tarde. Cabizbajo y taciturno, me movía en mi mente sintiendo una inquietud. Algo se movía en mi alma y sólo más tarde lo sabría.
Nos escapamos de a poco de esa ciudad y nos zambullimos en la caverna de las charlas eternas. Una mesa aguardaba al fondo de aquel místico lugar, invitando a ocuparla de nuestras cosas y unas merecidas cervezas. La semana había sido dura, plagada de historias y travesías épicas. La falta de tiempo y los rumbos algo distanciados generaron una decreciente comunicación. Pero nada había cambiado. Ayer habíamos estado ahí.
Todo sigue igual.
Compartimos pesos y confesamos interminables leyendas nunca contadas o tal vez olvidadas, dejadas de lado. La memoria pedía basta y derribaba paredes violentamente. Era necesaria esa mirada, esa compañía y esa soga con el sol como sima para reaccionar. Esas observaciones absolutas pero a la vez tan obvias fueron el golpe final. Sentimientos sepultados sacudían mi cerebro y los ojos buscaban una salida. El corazón gritaba un regreso y un quiebre en el espejo. Me observé. Me detuve. Recordé. ¿Qué te pasó? ¿Dónde estabas? Acá. ¿Vos? Sí, nunca me fui. Me volví fundamentalista de una sombra, una fantasía infantil. Creyendo que podía ser el superhombre, me volví un ser vulgar. Advertí mis ojos, advertí mis problemas debajo de la cama, me avisté a la lejanía y principié un regreso necesario. ¿De qué escapás? De vos. ¿Por qué? Porque no me servís más que para la angustia. La ignorancia es una bendición después de todo. ¿Por qué escapás? ¿Por qué engañarse? Busco excusas. Busco esos placebos nocturnos de olvido. ¿Y ahora? Ya no surten efecto. El alma grita y el corazón pesa. El calor me abandonó y la sirena se apoderó de mí.
El espejo me escupió y se quebró. Se quedó con la sombra. Se quedó con todo. Me comió el dolor y dispuse a elevar el ancla. La fundí y la regresé a donde pertenece. Me subí al velero y me dirigí a ese horizonte de rayos y libertad. Me abandonaron los brazos, los oídos, las calles y los peces. Allí estaba, esperándome de nuevo. Ahí estaba, como siempre, detrás de las espesas nubes cargadas de llantos y vida, el Sol.

lunes, 18 de abril de 2011

Un rumor

¿Real o mito? Ya no podía controlar mi duda. Esa casa era rara, ya la estuve observando durante días. Aunque esa palabra no me simpatizó nunca, es de la única manera en que la puedo caracterizar ahora mismo frente a su puerta, con mis piernas líquidas gritándome que me de media vuelta. Pero sería muy cobarde hacerles caso. Es muy estúpido, también, no escucharlas. Nuevamente, como gato de la calle, mi curiosidad me llevaba a no contentarme con dejar pasar un rumor. Acostumbrado a que éstos fueran meros relatos de asesinatos organizados o diversas injusticias, en esta ocasión me había quitado el sueño de una forma que jamás me había pasado antes.
Desaparecidos era otra palabra que me disgustaba, pero es lo más cercano que encuentro para describir el estado de aquellos que pasan por esta puerta. Una puerta de roble de unos dos metros, con algunos grabados decorativos y una manija de acero antiguo, ya desgastado y arruinado por falta de cuidado. La cerradura estaba rota y la entrada abierta, aunque detrás de la diminuta ele que se formaba no se podía ver absolutamente nada. El marco de la era de madera robusta y apenas sobresalía de las paredes de la casa, que tenía dos pisos y ninguna ventana. Ninguna ventana…
Apenas podemos imaginarnos, completamente adiestrados a la idea de una casa, algo sin alguna conexión al exterior. Las ventanas siempre son una alegoría directa a libertad, una invitación al escape. Pero esta casa de dos pisos, separados por una notoria franja de madera a mitad de camino hacia el techo, nos golpea entre ceja y ceja con sus interminables muros marrones oscuro. Descrita así, uno puede considerarla llamativa, pero ella se encuentra furtiva entre una arboleda particular en un terreno de José León Suárez que parece olvidado por la memoria. Castigado por el tiempo sí, pero castigado más por las personas que gastan con sus miradas temerosas esa puerta antigua. Yo soy una mirada más.
Con un esfuerzo incalculable, callo mis piernas, avanzo hasta la puerta y la empujo con mi mano izquierda, sosteniendo un revólver en la mano derecha. Un intenso crujido anuncia mi entrada y me asusto bastante. Si alguien se encontraba allí ya estaba al tanto de mi aventura.
La habitación principal es amplia y tiene una puerta en cada pared. Las puertas son todas idénticas, aunque más angostas, comparadas con la entrada del edificio. Reina el marrón oscuro y ante la falta de luz me veo obligado a cambiar el revólver por una linterna que tenía sujeta entre el jean y mi piel. El tono sombrío se mantiene, pero la oscuridad ya no es un problema realmente. Cientos de papeles, algunos en blanco y otros con inscripciones incomprensibles, se despliegan por todo el piso junto a muebles y sillas rotas desparramadas. Trozos de tela blanca desgastada cuelgan del techo y se tambalean a la voluntad de la brisa que me seguía desde que ingresé.
Cada paso que doy parece gritar mi presencia. El piso suena mucho ante el movimiento, aunque no sé si lo suficientemente fuerte como para que en el resto de la casa me escuchen. Mejor camino más despacio, por las dudas. En puntas de pie me dirijo hacia la puerta del otro lado de la habitación, sorteando todo tipo de mueble tirado. El crujido de esta puerta es mayor al de la anterior, lo cual me alarma bastante. Parece que ahora entré al cuarto que conecta las partes de la casa, podría decirse el corazón del lugar. Se trata de una especie de pasillo amplio con una escalera hacia la derecha y sin un techo entre pisos. Otra puerta se encontraba hacia la izquierda y al final del pasillo, al costado de los escalones, una más. A los lados de la subida había barandas de madera para apoyarse y con sostenes finos intercalados. Sigo observando con cuidado el lugar cuando algo llama mi atención de reojo en el segundo piso. ¡Si, algo se movió! A toda velocidad se escapó de mis ojos, congelándome sobre mis pies. La linterna jamás llegó a iluminar a tiempo para notar quién estaba allí y ahora la idea de seguir explorando el lugar me aterrorizaba.
Los rumores no tardaron en invadir mi mente, como reprochándome la idea de entrar a la maldita casa. Nadie que entró a este lugar jamás salió. Literalmente quien entra, desaparece. Nunca se vuelve a saber nada. La idea de un centro clandestino de detención fue lo que me llevó a venir, pero no tenía sentido tampoco ya que nunca se vieron uniformados entrar o salir por la condenada puerta chillona de adelante. Pero necesitaba saber, como maldito periodista que soy.
Si no fue mi imaginación lo que me traición desde el segundo piso, alguien ya sabía que estaba allí y me estaba observando. Me están observando…
Mi nuca me tortura, me grita que me de vuelta pero sé que no hay nada porque desde que entré a esta habitación no di un solo paso. El miedo me invade como un virus terminal a gran velocidad. Sólo pasar la linterna a mi mano izquierda y volver a tomar el revólver con la derecha me hace volver a estabilizar mis conflictivas emociones. Es muy tarde ya, mis piernas me estaban llevando hacia el piso superior. Cada paso es una bocina y cada bocina un leve sobresalto para mi mentalidad.
Dos extensos pero angostos pasillos se disputaban hacia ambos lados. Desde abajo, la silueta se había escapado lo que sería la izquierda, así que me dirijo lentamente hacia ese lado utilizando hasta mi última gota de valor. ¡Qué cagón! Estoy sudando como nunca en mi vida. Cada gota que pierdo es una que no recuperaré jamás. Sigo caminando hasta que advierto que mis pasos se duplican y el miedo destruye todo valor que tenía cuando la idea se me impuso en la mente: Me estaban siguiendo por detrás. Me doy vuelta a toda velocidad a ver quién era… Pero no hay nadie allí.
Los rumores hablaban de fantasmas, pero yo no creo en fantasmas. Muy pocos realmente lo hacen. Investigando por el barrio me topé con una teoría que tenía más sentido: Refugiados. ¿Qué clase de refugiados? ¿Tal vez guerrilleros? Todo era muy rebuscado, nada terminaba de cerrar. Los rumores se intensificaron cuando algunos vecinos aseguraron escuchar gritos y disparos desde afuera, cosa que parecía poco probable al no poseer ventanas el edificio. ¿Qué diablos habita este lugar?
Nuevamente, siento pasos detrás mío y vuelvo esa dirección. Nada. Nada. ¡Mierda, que me va a dar un infarto! Sigo entonces mi camino hacia el final del pasillo hasta que me encuentro con otra puerta entreabierta a la izquierda. Era el único camino que Silueta podía haber tomado. Empujo con la punta de la linterna, que se me resbala un poco por la transpiración de la mano, la puerta para ingresar.
El nuevo cuarto parecía idéntico al primero pero más chico, aunque con la diferencia de poseer una cama partida a la mitad horizontalmente en el otro lado de donde entré. No había nadie allí. Ahora sí que me estoy preocupando mucho y los fantasmas tienen sentido. Tengo que irme ya de aquí.
Cuando me doy media vuelta me encuentro con que no hay ninguna puerta. Abro los ojos como platos y produzco algo similar a un pequeño grito ahogado de la impresión. Pero mi nuca esta vez no me falla. Hay alguien atrás. Siento su respiración, su mirada clavada en mi pelo negro que me protegía la nuca. ¡Ay nuca! No me atrevo a darme vuelta. Quién sos, alcanzo a escuchar detrás mio con una voz fina pero ahogada. No tolero más el miedo y giro para ver qué está allí. Un niño. Sí, un niño blanco de apenas un metro, pelo negro y corto, vestido con un tapado se encontraba ahora en el medio de la quebrada cama, observándome fijamente, penetrándome el alma. No puedo responder, no tengo la capacidad. Quién sos, repite con el mismo tono. Francisco… Francisco Blajaquis. Quién sos, repite con el mismo tono.
No entiendo. No sé qué decirte. Tu nombre es tu carátula, quién sos. Vine para averiguar sobre las desapariciones que ocurrieron aquí… ¿Sabés algo? No. Aquí la gente no desaparece. Aquí vienen aquellos que nunca realmente aparecieron. Varios vecinos entraron y no salieron. No los recuerdo. Qué les hiciste. La realidad puede doler. Qué realidad. La que nadie quiere ver.
No puedo moverme. No es culpa de ningún fantasma o algo extraordinario. El llegar a una inminente respuesta, a la respuesta que buscaba, no me deja moverme. Necesito saber.
¿Vos cómo te llamas? Me llamo Garganta. ¿Garganta? Sí, Garganta, mirá.
Silueta se quita del cuello el tapado que vestía y siento una repulsión que casi me hace vomitar. Tenía el cuello destrozado, con pedazos de carne colgándole y dejando al descubierto apenas un pedazo de su columna vertebral. Lo poco que le quedaba intacto estaba morado.
¡¡Por Dios!! Necesitás un medico urgente. Es lo primero que digo, imbécilmente podría decirse. Jaja, se rió. Dios… A mí me enseñaron unas oraciones. Me pregunto si habrá escuchado mis plegarias cuando me ahorcaron. Me pregunto lo mismo por el resto. ¿Resto? Sí, resto. Creo que conocés bien la miseria y la injusticia. Yo la sentí durante mis 8 años de vida, todos los días. La miseria tiende a venir y llevarse a muchos de nosotros por diversas razones. La miseria tiende a llevarse muy bien con el dinero y esos viejos de la televisión. La miseria la pagamos nosotros.
El terror regresa. Siento nuevamente que me respiran en la espalda y cuando me doy vuelta, veo a más niños. Las ganas de vomitar me atacan aún más ferozmente al ver a otros dos niños, uno con un agujero en medio de la cara y el otro con los brazos con apenas unos rastros de carne. Tras ser advertidos por mí, se acercan a Silueta y se quedan uno al lado del otro.
Él es revólver y él desnutrición. Mi papá era un militar renombrado que se enorgullecía con relucir sus armas por la casa. Un día quise imitarlo como en sus historias de matar gente mala. Qué ironía que ahora vea la realidad. Yo sufrí lo que pude hasta que el cuerpo no tuvo más carne que consumirme. Todos mis días fueron una agonía para mi familia chaqueña, que nunca tuvo forma de mantenernos a mí y a mis hermanos. Creo que una vez, muertos todos de hambre, salimos en un canal de televisión.
Comienzo a comprenderlos. El terror sigue torturándome desde la sangre, pero esta disminuye la velocidad de su flujo poco a poco.
Somos muchos más. Somos los que nadie escucha, nadie tiene en cuenta. Somos despreciados por aquellos que sí pueden darnos de comer. Utilizados por aquellos a quienes les sobra el dinero. Pero somos olvidados por los titiriteros del mundo. Escupieron a nuestras familias. Ahora nosotros los llamamos. Nosotros los escupimos. Todos ellos van a pagar, tarde o temprano.
Más y más niños se acercan a la habitación. Llegan cientos y el asco abandona mi cuerpo. Todos ellos habían sido víctimas de los adultos de alguna manera salvaje. Todos ellos nacieron para morir y ser olvidados. No van a ser olvidados.
Tiene sentido. El hijo de Alberto Palacios había sido supuestamente atacado por “asesinos” de izquierda que dispararon y apedrearon su casa en Olivos. Otros rumores aseguraban que su hijo, de 10 años, había llegado a su casa con un libro de un guerrillero a su casa, regalado por un maestro y que lo enfureció. El profesor desapareció poco después y Palacios nunca salió de esta casa. Jamás.
Sos afortunado, Francisco, de tener esa mente, ese corazón. Ahora sabés que ya no sirve escribir, que ya lo único que queda es actuar por mano propia. Sos el primero que se interesa por nosotros sin buscar nada a cambio. Sos el primero que no entra con intención de derrumbarnos, de callarnos. Ahora sos nuestra voz. Sos nuestra pequeña lucha. Pequeño me hacen a mí, respondo ya mirando con el corazón, de ustedes tendríamos que recordar cuando la igualdad nos parecía algo tan sencillo.
Las miradas se alivian. La nuca ya no me pesa. Los pies se vuelven ahora ligeros. Me doy vuelta y abro la ventana para salir. Algunos parecen seguirme mientras que otros prefieren seguir allí.
Cuando salgo, veo los mismos árboles que cuando llegué a la casa. Giro para ver a los niños pero ya no hay casa. Un gran basural se desplegaba en General Rodriguez, como una escena del crimen sin cadáveres, sin nada. Sólo olvido. Los árboles ya no están y emprendo mi viaje de regreso.
Un rumor llegó a mis oídos. Una casa sin ventanas en San Miguel.

Ruta del Norte

En su ruta jamás se dio por vencido
Y por más que muchos lo hayan creído
No necesitó ningún corcho
Para siempre ser un gran motoquero

Viciosos critican y se aprovechan
De sus interminables anécdotas
Mientras otros se desvelan
Por al menos volver a escuchar su voz

Desvanecido en la gloria, el mundo nunca lo pudo contener
Por más que nadie lo intentó detener,
No existió oportunidad para realmente entender
Lo que su alma tenía para conceder

Entre asfalto y forasteros,
Se ganó el respeto de muchos extranjeros
Y sin bajar el sombrero, siempre dejará su destello
Sin importar quien se aproveche de su empeño

Siete volúmenes en los setenta marcaron su historia
Y si bien el mismo disfrutó en vida su victoria
Nadie puede jamás negar que su legado
Que siempre será tal cual él lo había creado.





Si, sigo subiendo pavadas.

Despreciá tu nombre

Custodiando mi mente
Me he olvidado de repente
Las metas propuestas por un cualquiera
Que entre tantas cosas se asemeja
A una débil tentación

Siniestro de ideas que genera violencia
Ahuyenta la democracia de nadie
Haciendo que nunca nada cambie
En las mentes divididas sin coherencia

Habiendo ya transitado caminos oscuros
Con lobos astutos que se fragmentan
Y siempre observan con cautela
Las artimañas de ese tirano absurdo

Sangre que no se desborda, juventud que no se atreve,
ni es sangre, ni es juventud, ni relucen, ni florece
Voces que dicen demasiado pero no siempre permanecen
Condenadas por una historia manipulada desde siempre

Tu mano inexistente es la que no me da fuerza
Tu mirada la que me paraliza y desprecia
Tus labios los que balbucean de todo sin decir nada
Tu mente que por más que no creas, no trabaja.

Historias de la caja óptica

Ando perdido sin querer ser encontrado
Encandilado por el perfume de su voz
Caminando solo a veces me siento un extraño
Y rebanan mi ser como con una hoz

Extrañas historias a lo largo de un camino
Le dan coherencia a un sendero desprolijo
Que contrasta con mi estilo sin sentido
Y marca un fin que ya creo conocido

Palabras que van y vienen
Tal vez me quiera encontrar
Y si me pide, la voy a esperar
Siempre queda lugar en la libertad

Mentirosa siempre nos ha susurrado
Mas a muchos los ha asustado
Otros hasta la odian por no alcanzarla
Pero es tarde ya, te ha hipnotizado

Quiero encontrarla y que me encuentre
Quiero desaparecer del humo
Y del arca de consumo
Pero no es fácil, siempre advierte
Hay que mostrarle a mucha gente.

domingo, 6 de marzo de 2011

Caras en el parque

La última soga se me desprendió casi de casualidad, tentada por la ironía de una confesión previa sin demasiada relación con las circunstancias. Ahí vino el humo y la mirada, reprochándose errores y decisiones nobles. Intentándome convencer de que valía la pena me di cuenta de que algo había salido mal. Había salido mal por haber salido bien. Las sogas que me amarraban a la realidad se habían ido a atarse mejor, a someterse a los efectos de la libertad. La falta de palabras, de habla causó que otro humo estuviera ahora conmigo, acompañándome y envolviéndome en una soledad terrible. ¿Falta de habla de quién? Es una buena pregunta que no tiene respuesta. Los ojos vieron a través del humo para encontrar que no estaban solos. No había soga que me sujetara a nada, lo que generó que la situación se apoderara de mi cabeza cruelmente. Un cigarro ya no calmaba un intenso sentimiento que se apoderaba de todos, de mí. No quedaba más que esperar, convenciéndome de que era noble lo que hacía, que el humo que me desató no era malo y que valía la pena aguardar a las agujas, a las tenues sombras de la salida. Pero algo ocurrió, algo que tal vez no esperaba o que no quería pensar, que escondía debajo de algún objeto pesado de mi mente. Me di cuenta de que algo había salido mal.