sábado, 6 de agosto de 2011

La frontera inesperada

Avistando la frontera, encontré un horizonte inmediato. Cruel. Decidí acercarme a ese límite tentador de puro transgresor, de pura libertad. Estiré la mano para intentar estrechar esa tierra mojada, suave e intacta con el pasar de las estaciones pero antes de poder tocarla, me detuve. Ya había estado ahí, ya me había reprimido y la ironía del tiempo volvió a cachetearme. Otra vez me encontré conmigo mismo, sin resultados positivos. La historia se repetía.
Saltar era una acción ya tomada, pasar por alto. ¿Otra vez el mismo error? Cientos de equivocaciones me carcomían y un futuro, un fruto casi malvado pero tan hermoso me guiñaba. Con sólo mirarme alcanzaba. ¿Otra vez otro error? No. Antes de darme cuenta ya había metido los pies en ese fango caliente e imprevisible. ¿Así se siente el destino? ¿Existe eso siquiera? El futuro se burlaba de mi falta de decisión. Hasta ahí había llegado, como nunca y ya me sentía un héroe. No hacía falta nada más, pero a la vez había tanto más para pedir. El límite era la sangre, sangre joven que hervía de ímpetu pero carecía de coherencia.
La frontera me había ya llegado a los tobillos. Contemplé el esplendor nunca más bello de no saber qué va a pasar. No sé qué ocurrirá mañana, ni ahora. El sol se estremecía y mi sudor recorría la piel tensa de expectativa. Pero nada hacía. Simplemente me dejé estar otros instantes. El tiempo pasaba y no me esperó ni un segundo. Yo seguí igual, allí eternamente. Una melodía extraña atravesaba mis oídos y la carne se volvía blanda.
Revisé lo que me rodeaba y estaba solo. Miles de soles y lunas me cruzaban por delante. Nada tenía atrás pero me di vuelta perdiendo todo. Con muchísima fuerza saqué los pies del pantano y regresé al reloj de arena. Los segundos no pasaban y mi corazón latía con más intensidad con cada pensamiento traidor.
Me levanté al día siguiente y miré por la ventana. La frontera se había acercado un poco más. Me acerqué y sumergí las rodillas en ese barro radiante. Habré pasado días así sin darme cuenta. Otra primavera nacía y seguía teniendo el mismo barro seco al despertar del año anterior. Era tal vez una de las pocas cosas que me daba calor. Sentirme cerca de la esperanza, la incertidumbre en cierta forma me complacía. Me atacaba furiosamente al detenerme a pensar, pero no dejaba nunca de acariciarme.
Abatido por los meses, me recosté en mi cama y observé aquel techo, cada vez más distante. El cielo se me había alejado un poco más. Salí a regar el césped pero vi que ya no era el de antes. Había perdido cierta cantidad de terreno por no cuidarlo mientras perdía el tiempo en el borde de la ciudad y lo que quedaba parecía una triste paja. Ese pasto ya no volvería a crecer fácilmente.
Cuando me dispuse a ir a trabajar me tropecé atolondradamente contra un pedazo de vida que se me había caído. Lo recogí y lo volví a poner en su lugar pero no tardó en volverse a caer. Frustrado, largué una puteada y me subí al colectivo. Desde la ventanilla podía seguir esa maldita línea al costado de la ruta que seguía mirándome, burlándose y ahogándome con su rutinaria tradición de hostigar mi mente.
Cuando regresé a mi hogar, noté cómo mi ventana en el comedor se iba caminando y cruzaba la frontera sin ensuciarse. De puro cabrón dejé que se fuera, deseándole alguna que otra maldad. Todavía me quedaban un par de vidrios en casa para mirar afuera. Ingenuo de mi parte fue pensar que así era. Ya me había olvidado que la del baño y el balcón habían escapado hace rato.
Cuando me desperté, noté que el techo ya se me había extraviado. Tarareando alguna canción bajé al oscuro living y quise hacer café. No había nada para comer pero por suerte ya no tenía hambre. Salí al jardín y me sumergí de inmediato a ese fango ya familiar. Miré atrás nuevamente y tenía menos que antes. Me hundí en esa viscosidad como nunca y una lágrima inundó mi rostro siempre intacto. Intenté mover el pecho para regresar pero ya estaba bastante enterrado.
Escuché de nuevo esa melodía intocable con los años. La contemplé de nuevo y no me resistí. Crucé esa frontera y allí estaba, otra vez, mirando al verde pasto desde el comedor.

jueves, 4 de agosto de 2011

Andanzas invisibles

Allí estaba, solo, en la habitación. Un aire fúnebre circulaba por los rincones y la luz era tenue, no llegaba a las paredes. La vieja lámpara colgaba de un cable eléctrico desprotegido en ese techo resquebrajado y húmedo. La pobre iluminación apenas llegaba a mis piernas y a esa mesita cubierta de novelas policiales y manuscritos apurados. No medía más de un metro y una de las patas parecía doblada y por momentos, el mueble se titubeaba sobre su base. Era de madera oscura, con eventuales astillas que cortaban con el tono opaco y demostraban una falta de cuidado notable que hacía juego con el piso, también del mismo material antiguo. Nadie podría entrar a ese cuarto si hacer tronar todo a su alrededor.

Detrás de mí, una biblioteca saturada de viejos libros se podía advertir contra la pared más lejana de ese rectangular pedazo de mundo. La cubría por más de la mitad. Sólo un pequeño margen quedaba libre y era porque alguien había construido justo en ese mural una ventana con la esperanza de que iluminara todo. De día tampoco podría lograr ese cometido, ya que un inmenso departamento se había levantado delante hace ya un año. A mi derecha, un sofá de colchón rojo y lúgubres apoya brazos de color opaco se desplegaba e invitaba a la inspiración posar como musa delante de quien se atreviera a recostarse. Miles de historias habrán pasado por ahí.

Las paredes apenas visibles atormentaban a cualquier mente perseguida puesto que la luz era intermitente y por momentos parecían haber sombras vivas. El viento que apenas se escabullía por la ventana parecía susurrar las más vivas historias de terror y los escalofríos se apoderaban de mis hombros cruelmente. La impaciencia me ganaba y yo no podía hacer nada más que aguardar. Comencé a observar con inquietud la puerta de roble maltratada y de cerradura de bronce. Habría pensado que se trataba de una lujosa habitación, pero era una casa vieja y dejada de lado por el tiempo. Se había quedado resignada a recibir atención.

Una ventisca repentina irrumpió desde la ventana. Movió más que nunca esa lámpara oscilante y voló un puñado de papeles violentamente. Mientras los manuscritos sobrevolaban la habitación, las sombras comenzaron a correr y a gritar. Todo fue un recital de ruidos y movimiento. Me encogí en mi lugar tras sobresaltarme y me dispuse a convencerme de que sólo era un susto. Pero los susurros se intensificaron. Apreté las manos contra la silla y mis ojos divagaron por los rincones más terribles del cuarto. Estaban ahí, observándome. Las escuchaba. Esas siluetas estaban vivas, no desaparecieron luego de haber caído las hojas de quién sabe cuántas historias siniestras. Me miraban, se escondían y regresaban. Eran ágiles, no llegaba a tener una mirada de lleno en ellas. Mis músculos se helaron y apenas podía parpadear.

Sentía una respiración en la nuca. No estaba solo. Me aferré más que nunca al asiento. Parecían víctimas reclamando irónicamente cosas del pasado. No podían tocarme, sólo desesperarme. La humedad en las paredes se extendió y la lámpara lentamente fue deteniéndose. Miré la puerta de roble con la esperanza de que entrara, que me salvara. Tenía que estar por llegar.

Las sombras se iban multiplicando, como un fuego alentado por un viento de popa. Se reían, lloraban, se enfurecían. Planeaban algo terrible en torno a mí. Miles de cosas se apoderaron de mi mente que se aceleraba segundo a segundo. Mis manos ahora estaban más inquietas que nunca. Ya no había susurros sino voces agresivas que golpeaban mi cabeza, aturdían mis oídos y azotaban mis dedos. Las presencias se comenzaron a escapar de las paredes y se me quedaban observando fijamente. Gritos en las calles entraban por la ventana. Disparos, crímenes y terror supuraban por las paredes.

Me empecé a asfixiar, ya no toleraba la presión. Empecé a sentir las caricias, los ojos y las intenciones. Mi cuerpo se dejó llevar, mi corazón se acostumbró a la tensión y escuché pasos. Quien fuera, se encontraba ahora del otro lado de la puerta inmóvil, vigilante. Clavé mi atención hacia esa dirección haciendo un esfuerzo faraónico para no volverme loco. Ya era tarde. El alargado picaporte con forma de serpiente se movió, se inclinó hacia abajo en unos interminables instantes y la puerta se abrió.

Allí entró. La única que podía rescatarme de ese infierno. Se acercó a mí, tomó mis manos y mis piernas y me sentó en el escritorio. Entonces me dispuse a escribir.

martes, 2 de agosto de 2011

Telmo

Refugiado detrás de unas ropas rasgadas por la calle y manchadas de vida a la deriva, se desenvuelve imprevisiblemente por un camino circular un extraño ya conocido. Su piel era levemente oscura y su rostro se encontraba sucio. No conseguía mantener una misma expresión prolongadamente. La soledad no le dejaba advertir su pelo negro desmarañado y con eventuales tonos tristes. Detrás de una barba es escondía una larga travesía diaria de castigo inagotable, de vida traicionada por la realidad.
Finalmente, el hombre avista un asiento y se aproxima a él con felicidad poco usual, casi conformista. Una vez descargada toda su humanidad allí, un perro no menos sucio y desprolijo aparece detrás de mis piernas moviendo alegremente la cola. Se acercó confiadamente extraviado compañero y se sentó aguardando pasivamente una caricia borracha. Una vez recibida, no se conformó y se entregó al piso y puso su barriga mirando al cielo. El extraño volvió a dale cariño a su compañero.
- ¡Telmo! ¡Telmo! – se exaltó inexplicablemente el vagabundo.
Tras volver a orientarse, miró de nuevo al perro y su expresión alterada pasó de inmediato a ser de serenidad. Levantó la mirada hacia mí. Parecía haber recordado de repente que su vida no es una fantasía morbosa sino que su entorno puede responderle. Fue entonces cuando me preguntó:
- ¿Vos sabés quién es Telmo?
- Emm… ¿El barrio? – respondí con incertidumbre. Las cejas traicionaron mi intención de seriedad, pero me ganó la extrañez
- Noooooo, nene. No entendés. ¿En serio no sabés quién es Telmo? – Se sobresaltó el hombre, casi indignado por mi atrevida ignorancia. Se levantó presipitadamente e intentó dar unos pasos inútilmente. El amor tragado lo hacía tambalearse y caminar desprolijamente sobre arenas movedizas
- Entonces… ¿Quién es?
- Éste es el verdadero San Telmo. De él sí que no me quiero ir – Dijo mientras bajaba su cansada mirada hacia el perro que no había dejado de mover su turbina, movida de felicidad por el cariño brindado por su hermano de vida. -¡Es un hijo de puta este Telmo! … ¡Telmo! ¡Telmo! ¿Podés creer que no te conoce?
Entre sonrisas perdidas y pelos sucios, el borracho movía los pies al compás de una música que jamás llegaría a advertir. Sus zapatillas eran de un azul abatido por la mugre, con los cordones apenas atados en una y en la otra oscilando a hacerlo tropezar. En un instante las levantó aproximando sus rodillas al pecho, como intentando abrigarse y pude notar las suelas deshechas o rotas en ambos casos. Viajes sin fin y ferozmente agotadores pasaron por debajo de allí y habían dejado una huella que marca hasta la más fuerte piel.
Telmo no dejaba de mover su cola mientras era acariciado. El viajante entregaba su corazón al animal, no tenía nada más para darle que eso y compartir juntos la comida ganada entre la miseria. Las uñas de su mano se encontraban resquebrajadas y fuertes líneas atravesaban sus palmas agotadas quién sabe por qué infinidad de esfuerzos. Esa pareja gritaba y nadie oía. Una triste mirada pobló nuevamente el rostro de aquella persona. Los segundos fueron eternos en que ambos hermanos se observaron, casi como confesándose cosas que nadie más podría comprender.
Telmo estaba cubierto de de un manto gris de pelos que nunca conocieron un veterinario. La calle había cuidado de él. Sus costillas se escabullían entre el pelaje que no podía llegar a ocultar la pobreza padecida. Una de sus patas traseras parecía lastimada, pero no parecía importante mientras andaba alrededor de su compañero para llamarle la atención. Debajo de su ojo derecho, una tajante cicatriz le llegaba casi hasta la mandíbula. Su lengua se agitaba intensamente fuera de su trompa mientras su cuerpo inquietaba. Le faltaba un pedazo de la punta su oreja derecha, que probablemente haya sido resultado de alguna pelea. En un momento se volvió a mí y me observó estático. Fue la única vez que vi su cola quieta. Hubiera jurado que me estaba advirtiendo que daría su vida si yo quisiera lastimar a quien estaba con él. Tras dejar en claro que ahí iba a quedarse, se regresó a las piernas del vagabundo y saltó para esta vez el pasarle su lengua por el rostro en demostración de cariño. Le ladró algunas cosas y recibió quejas por el ruido. Nuevamente fue acariciado y siguió feliz. No parecía agotarse esa chispa que sólo él le brindaba al borracho. Sin Telmo, el asfalto sería mucho más gris y la vida más tenue.
Miré hacia mis costados para comprobar que no había nadie más a mí alrededor. Me sentí por un momento casi como un narrador omnisciente. Sólo nucas y pelos recogidos entre jeans levis y botas caras parecían darle la espalda a una realidad que llora al costado. No reaccionan. ¿Acaso es una mentira inventada en una mente retorcida? ¿Una cruel fantasía de alguien que disfruta la epopeya diaria de una persona que pierde el alma un poco más con cada amanecer rojizo? El sol parece haber sólo lastimado la piel de aquella sombra porteña y nunca haber sido gentil con quien merece alguna vez un desayuno sin vino de cartón y pan duro mendigado.
De su bolsillo, el hombre sacó la última ración de elixir de olvido y se dispuso a tomarlo para viajar para no volver por otra noche fría. Telmo ahí iba a estar para cuidarlo. Telmo siempre está.