jueves, 4 de agosto de 2011

Andanzas invisibles

Allí estaba, solo, en la habitación. Un aire fúnebre circulaba por los rincones y la luz era tenue, no llegaba a las paredes. La vieja lámpara colgaba de un cable eléctrico desprotegido en ese techo resquebrajado y húmedo. La pobre iluminación apenas llegaba a mis piernas y a esa mesita cubierta de novelas policiales y manuscritos apurados. No medía más de un metro y una de las patas parecía doblada y por momentos, el mueble se titubeaba sobre su base. Era de madera oscura, con eventuales astillas que cortaban con el tono opaco y demostraban una falta de cuidado notable que hacía juego con el piso, también del mismo material antiguo. Nadie podría entrar a ese cuarto si hacer tronar todo a su alrededor.

Detrás de mí, una biblioteca saturada de viejos libros se podía advertir contra la pared más lejana de ese rectangular pedazo de mundo. La cubría por más de la mitad. Sólo un pequeño margen quedaba libre y era porque alguien había construido justo en ese mural una ventana con la esperanza de que iluminara todo. De día tampoco podría lograr ese cometido, ya que un inmenso departamento se había levantado delante hace ya un año. A mi derecha, un sofá de colchón rojo y lúgubres apoya brazos de color opaco se desplegaba e invitaba a la inspiración posar como musa delante de quien se atreviera a recostarse. Miles de historias habrán pasado por ahí.

Las paredes apenas visibles atormentaban a cualquier mente perseguida puesto que la luz era intermitente y por momentos parecían haber sombras vivas. El viento que apenas se escabullía por la ventana parecía susurrar las más vivas historias de terror y los escalofríos se apoderaban de mis hombros cruelmente. La impaciencia me ganaba y yo no podía hacer nada más que aguardar. Comencé a observar con inquietud la puerta de roble maltratada y de cerradura de bronce. Habría pensado que se trataba de una lujosa habitación, pero era una casa vieja y dejada de lado por el tiempo. Se había quedado resignada a recibir atención.

Una ventisca repentina irrumpió desde la ventana. Movió más que nunca esa lámpara oscilante y voló un puñado de papeles violentamente. Mientras los manuscritos sobrevolaban la habitación, las sombras comenzaron a correr y a gritar. Todo fue un recital de ruidos y movimiento. Me encogí en mi lugar tras sobresaltarme y me dispuse a convencerme de que sólo era un susto. Pero los susurros se intensificaron. Apreté las manos contra la silla y mis ojos divagaron por los rincones más terribles del cuarto. Estaban ahí, observándome. Las escuchaba. Esas siluetas estaban vivas, no desaparecieron luego de haber caído las hojas de quién sabe cuántas historias siniestras. Me miraban, se escondían y regresaban. Eran ágiles, no llegaba a tener una mirada de lleno en ellas. Mis músculos se helaron y apenas podía parpadear.

Sentía una respiración en la nuca. No estaba solo. Me aferré más que nunca al asiento. Parecían víctimas reclamando irónicamente cosas del pasado. No podían tocarme, sólo desesperarme. La humedad en las paredes se extendió y la lámpara lentamente fue deteniéndose. Miré la puerta de roble con la esperanza de que entrara, que me salvara. Tenía que estar por llegar.

Las sombras se iban multiplicando, como un fuego alentado por un viento de popa. Se reían, lloraban, se enfurecían. Planeaban algo terrible en torno a mí. Miles de cosas se apoderaron de mi mente que se aceleraba segundo a segundo. Mis manos ahora estaban más inquietas que nunca. Ya no había susurros sino voces agresivas que golpeaban mi cabeza, aturdían mis oídos y azotaban mis dedos. Las presencias se comenzaron a escapar de las paredes y se me quedaban observando fijamente. Gritos en las calles entraban por la ventana. Disparos, crímenes y terror supuraban por las paredes.

Me empecé a asfixiar, ya no toleraba la presión. Empecé a sentir las caricias, los ojos y las intenciones. Mi cuerpo se dejó llevar, mi corazón se acostumbró a la tensión y escuché pasos. Quien fuera, se encontraba ahora del otro lado de la puerta inmóvil, vigilante. Clavé mi atención hacia esa dirección haciendo un esfuerzo faraónico para no volverme loco. Ya era tarde. El alargado picaporte con forma de serpiente se movió, se inclinó hacia abajo en unos interminables instantes y la puerta se abrió.

Allí entró. La única que podía rescatarme de ese infierno. Se acercó a mí, tomó mis manos y mis piernas y me sentó en el escritorio. Entonces me dispuse a escribir.

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