jueves, 1 de diciembre de 2011

Muñeco de gelatina

La rata tenía una vista privilegiada. Allí estaba, inalterable. Siempre inalcanzable por la vista pero molestando con ruidos fugaces. Viviendo entre las sombras, siempre lograba ver más que cualquier depredador y más profundo que cualquier humano. Fue testigo, en esa zanja, de grandes anécdotas. Gente fue y vino, tristezas bailaron por allí como también las más cálidas paradojas. Fue depositada allí vaya uno a saber por qué dios terco y gracioso.

Esa pequeña rata se mantenía estática por el miedo cuando alguna amenaza se aproximaba y huía hacia los árboles cuando la corriente así lo demandaba. De pura testaruda nunca fue alcanzada por escobas ni cuchillas. Se quedó sola bastante tiempo, ya que de esa forma podía mirar mejor el mundo, sin interrupciones y además no debía compartir esos escasos alimentos. Roía todo lo que encontraba y no tardó en encontrarse más enemigos que compañeros. Rata iba a morir.

Una noche de invierno, sin embargo, logró ver algo que le llamó la atención. Durante años había visto centenares de escenas raras pero nunca una semejante. Ese par no estaba como siempre. Logró ver un beso de desahogo y cariño infinito y su corazón se sintió extraño. No había logrado ver algo así en mucho tiempo y feliz se dispuso a contarle el chisme a nadie. Recordó que era una rata.

En un recoveco de la zanja durmió esa tardía noche de muchas estrellas. Años había visto a ese par y todo cambió en una noche. Sin embargo a ese muchacho no lo había visto tantas veces en tan poco tiempo. Algo le había ocurrido, se le notaba en la sombra que lo perseguía. Algún ángel había tenido la poca fortuna de cuidarlo y había renunciado a mitad de camino, frustrado. Siguió durmiendo sin tener a nadie a quien contarle pero con una sonrisa contagiada por esa muchacha que tanto vio renegar por impericias de esos dioses que ella odiaba.

Otro día comenzaba y había logrado conseguir algunos dejos de hamburguesa en la basura a las apuradas. Otra vez ellos tres, de nuevo, mejor, distintos.

Unas flores crecieron bajo ese árbol al costado de la zanja. De muchos colores en poco tiempo. Demasiada belleza para ese gran arbusto podrido y bastardeado. Es que la ratita solía refugiarse en tiempos de lluvia con su callado amigo y a veces por puro gusto. Allí tenía otro tipo de vista. Sufría junto al gran señor antiguo cuando insolentes osaban arrancarle hojas. Hubiera deseado en ir a morderle las manos.

La rata ya había visto a mucha gente ahí, sentada, corriendo, besando, bebiendo y mintiendo. Ya un poco de trabajo le tomaba recordar en buen orden todo. Los años no le habían sentado tan bien en soledad. Una cierta locura se apoderaba de ella. Volvió a verla a ella una noche, inesperadamente, con la otra y otro. La rata no comprendió, o no quiso pensarlo. No tenía a quien contarle, después de todo.

Cuando se dispuso a descansar en ese recoveco, una intensa lluvia se desató y se vio obligada a huir. Esta vez, desde el árbol, lo vio a él con otra y una lejana. Podía notarlo por su vestimenta. Comprendió, ahí sí. Tal vez le resultó más sencillo pensar que sí. Nada raro ocurría. Estaba ya cansada, cada vez aguantaba menos la pobrecita y se quedó dormida en una de las gruesas ramas del gran señor.

Comió lo poco que encontró y se dispuso a chismosear otro día más. La cola ya no le respondía tan bien y se cayó del árbol de pura torpe. La vieron y un grito perturbó sus orejas y huyó a toda prisa hacia la zanja. Allí aguardó hasta el anochecer. Nunca había molestado a nadie, no entendía por qué todos la querían ver muerta. Cientos de veces se ocupaba de limpiar, mientras nadie veía, esa zanja. Lo que para otros era basura para ella era abrigo, comida o hasta una cama donde refugiarse.

Otra vez esos dos, perfectos, inmutables, felices. A ellos siempre les limpió la zanja mientras pudo. Pero la vista ya no le jugaba tan bien. Como último favor antes de recluirse una vez más a su dominio, pidió al mismo dios que allí la deposito que no deje separarse a esa particular pareja. Era lo que más la había reconfortado en toda su corta vida y quería irse sabiendo que al menos ese chisme tan hermoso iba a seguir con vida.

El dios no respondió, rata seguía siendo y no había ningún escritorio para ella. Con sus ojitos opacos, oculta, como siempre, detrás de las sombras, volvió a ver a esa chica. Volvió sola. No estaba con él. Una tristeza cubría su rostro y la ratita supo que dios le había fallado.

Una tristeza se apoderó de su débil corazón y cerró los ojitos. Pidió, entonces, a la chica, que no pierda la oportunidad de ser feliz como ella nunca pudo ser. Lástima que la ratita no hablaba muy bien el idioma humano. Pero, en su interior, tuvo una profunda esperanza que la hizo dormir y partir con una sonrisa que sólo la lluvia cuando la arrastró por primera y última vez le borró.

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