jueves, 1 de diciembre de 2011

La peregrinación del cabo suelto

Sentía como si el pellejo se me retorciera de frío. La carretera estaba oscura y la luz de la luna descansaba detrás de un manto onírico de esplendor nocturno. Tal vez en un rato incluso lloviera. Por momentos olvidaba esa condenada caminata eterna al costado del camino mientras me estremecía. Me acompañaba el cabezón Carlos, o Charlie, como le decíamos por el barrio tan anhelado. Parecía que los pasos nos escoltaban mientras las estrellas se ocultaban detrás de las nubes. Por suerte, no había demasiado viento.
Para combatir la helada, mi amigo sacó de su chaqueta de cuero marrón algo demacrada una petaca de whisky. Lo miré con algo de enojo porque ya hacían tres horas que andábamos por esa ruta, muriéndonos de frío. Ahora recuerda que tenía ese trago tan necesario, de esos que el cabezón tiene y son una paliza al cuerpo.
- ¡Lo peor es que seguro te lo querés tomar todo vos! – Le dije, burlonamente.
- Todavía nos quedan, por lo menos, dos horas de caminata – Respondió Charlie, tranquilo hasta cuando empleo mi sarcasmo para intentar alterarlo. Parecía siempre tener esa calma que esa noche le hacía juego con el clima –. Si sacaba la petaca antes, íbamos a llegar en mucho más tiempo por la borrachera.
El cabezón medía un metro noventa, aproximadamente. Su tez era blanca y tenía la cabeza rapada. Su cráneo a veces parecía estirarle el cuero cabelludo. Una pequeña cicatriz marcaba el lado izquierdo de su frente, unos centímetros por encima de su sien. Sus cejas eran pobladas y de lejos parecían estar unidas. La nariz sobresalía de su rostro algo gruesa pero con una terminación levemente puntiaguda. Sus mejillas eran algo más tímidas, opacadas por una gran boca que despedía un vozarrón difícil de encontrar en otra persona. Era gordo hasta de piernas pero, a pesar de todo, su cara transmitía una paz y tolerancia sin igual. Lo único que podía enojar a otro de Charlie, era su calma incorruptible.
Sólo el ruido de pasto aplastado rompía con la hegemonía de los grillos. Los interminables alambrados de los campos nos perseguían y no tenían intención de dejar de hacerlo. Era casi un dejà vu. Entre tragos y pasos fuimos peregrinando al recuerdo. Durante unos instantes contemplé el cielo y recordé un poco la vida que estaba dejando atrás esa noche. A veces pareciera necesario escapar para extrañar. Aunque creo que el problema no es escapar egoístamente de todo por un momento, sino volver y no encontrar nada. Quizás esa sea la adrenalina de irse y no saber que va a ocurrir. Pero esta noche sabíamos lo que iba a ocurrir, estábamos dirigiéndonos a un lugar específico. De a poco pareciera que aquel lugar susurrara memorias. Una leve brisa se levantó y sentí ese olor, el mismo del pasado.
- ¿Vos sabés que a esta altura creo volver a escucharlo a Quique mientras fumaba? – Piensa en voz alta, Charlie, quien tomaba de la petaca intensos sorbos de whisky – No sé cómo decirlo, pero es como si el negro nos acompañara.
- Yo comienzo a recordar las cosas de la vida. Es como si las cosas cobraran un nuevo valor, uno mejor. Las facturas y te con Julio y su amada. Las partidas de ajedrez con Rodolfo. Las interminables charlas políticas con Facundo entre mates. Todas memorias perdidas en algún rincón del alma que resurgen para no olvidar. Pero… ¿Es necesario alejarnos de todo y meternos en una soledad total para recordar?
- Tal vez el frío de aquí será más fuerte por fuera, pero no penetra en nuestra piel como la muerte en la ciudad- Terminó por reflexionar, el gordo, mientras me pasa la petaca con los últimos tragos de whisky.
Era interesante escuchar esas respuestas de Charlie. Con el whisky habíamos entrado un poco en calor, aunque no demasiado. Caminábamos a paso más lento, pero creo que por el cansancio y aburrimiento de la interminable llanura de campo a nuestro costado. Todavía nos seguían los alambrados.
Volví la mirada al camino y advertí un farolito más adelante, a unos cien metros. Era idéntico al de la casa de Facundo. De hecho allí estaba Facundo. Cuando advirtió nuestra presencia nos saludo como siempre con sus dos dedos índice y medio levantados y separados. Apenas pudo nos puso a calentar agua y preparar el mate, mientras aproximaba dos sillas más a la mesa. Sin más, nos sentamos con Charlie a los dos muebles incorporados. Primero nos miramos y luego observamos el pequeño florero situado en el medio de la mesa. Luego salió de la cocina Facundo con el agua bien caliente dentro de la pava. Nos sentíamos como en nuestra propia casa. Una vez servidos los mates, Facundo disparó:
- ¿Qué andan haciendo por acá?
- Simplemente pasábamos y no pudimos evitar detenernos para saludarte – Respondió el cabezón- ¿Qué… Acaso llegamos en mal momento?
- Definitivamente no es el momento, creo- afirmó Facundo, mientras cebaba un nuevo mate.
- Necesitábamos venir, realmente son extrañados – Intervine.
- Roberto, el frío que les espera es tal que ni la lana podría protegerlos – Me intentó explicar. Su mirada se había vuelto tensa. Vestía su eterno saco de acrílico marrón gastado. Debajo, una camisa de cuadros blanca cuyo cuello sobresalía. Usaba un jean algo demacrado por el uso y en parte sucio. Lucía mocasines típicos que terminaban por darle un aspecto algo más avejentado. Algunas canas que escapaban de la tintura endeble no lo perdonaban.
- ¿Por qué decís eso?- Inquirió Charlie- ¿Qué está pasando allá?
- Vos me preguntás eso a mí, pero… ¿Vos sabés por qué estás peregrinando al pasado?
- Sabés bien lo que significa ese lugar para todos nosotros… Lo que significó- Respondió de nuevo, pero esta vez evitando la pregunta que le habían arrojado.
- Tomate un mate… Tomate un mate para bajar un poco ese whisky –Recomendó, el dueño de la yerba.
El silencio se hizo presente y consigo, de nuevo el frío, a pesar de los fuertes mates amargos. El farol había quedado atrás y nuestro camino, jamás tan imponente, se amplió frente nuestro. Los alambrados nos miraban, buscaban asfixiarnos cuál mártires en un campo devastado por interminables historias. No puedo ver más terrenos abiertos sin que me falte oxígeno.
Mientras Charlie divagaba al caminar, yo no pude evitar mirar con cruel insomnio el sátiro asfalto detallado con algún amarillo intermitente. No era muy usada esa ruta pero no nos atrevíamos a caminar por el medio de ella por miedo evidente. Nunca pasaba nadie por allí más que sombras o algún demonio suelto cargando con incertidumbres y evidencias. Ese asfalto cargaba historias repetidas una y otra vez y quienes lo atravesaran no podían escapar de las mismas. Era politeísta de numerosos colores pero sin manuscrito que lo representara en la memoria. Pobre de aquel que osara años atrás caminar por este sendero. Sólo la luna y sus compinches surcaban por esos pastizales y barrancos tramposos donde los coches encontraban cierta perdición. Balaceras de ideas danzaban por allí y la respuesta tarde o temprano aplacó la mente. No habría lectura que trajera a nadie de nuevo. Nunca más ideas.
- No dejo de sorprenderme de cómo pareciera que estamos más lejos a cada paso – Pensó, Charlie, en voz alta-. ¡Si habremos caminado, eh!
- Hubiera jurado que ni el diablo se atrevería jamás a pasar por estas tierras lejanas… Pero nos olvidamos de dios.
- ¡Qué dios hijo de puta!
A pesar de nunca terminar la propiedad privada a nuestros costados, había un lugar en esos pantanos de concreto lejano que permitía que nos creyéramos salvados de una realidad abrumadora. Quien pasara por esa vida fatal nunca juntaría suficientes centavos para llegar al peso. Éramos creyentes sin cielo pero ateos por convicción. Puteábamos por cortesía y nos reíamos del sarcasmo de la cotidianeidad. Las calles fueron nuestra escuela y la palabra nuestro fusil. No recuerdo ya el calor industrial de maquinarias acariciándome como sirenas macabras cargando con una cruz plagada de pinches venenosos. El cielo ennegrecido de tantas penas que ni las más puras plegarias podrían abrirlo. No podría jamás alcanzar la olla para tantos fideos.
Allí estábamos, como si la ironía misma nos acompañara debajo de nuestras sombras. El cielo seguía cubierto y la luna dejaba caer unos brazos de luz por los agujeros de su gran colchón. Nada habitaba esas tierras. Unos terrenos desolados, abandonados por almas que alguna vez fueron felices allí. Era el folclore del infierno sentir ese frío escalofriante de fantasmas que regresaban cada tanto entre antorchas y sudores. El azufre penetraba en los pulmones y hacían doler la cabeza atormentada. Es que ni el león se quedaría con tanto lobo acosándolo.
Más adelante había una mesa depositada, casi como olvidada que cayó de alguna plaza. Me recordó a Rodolfo. De hecho allí estaba Rodolfo. Apenas advirtió nuestra presencia se puso a acomodar las piezas de ajedrez para jugar una partida conmigo, como siempre. No tenía sentido, siempre me derrotaba. Cuando nos acercamos, yo me senté frente a él y Charlie a un costado. Fue el gordo quien quebró primero el silencio:
- ¿Estás aquí también por la carta?- Preguntó, dirigiéndose a Rodolfo.
- Yo no recibo cartas, amigo. Ya no tengo casa- Respondió el anfitrión.
- Perdón, fue una pregunta estúpida. Entonces… ¿Qué hacés acá?
- Juego al ajedrez. ¿Nunca jugaste contra vos mismo? Admito que al principio te sentís un lunático, pero luego de practicar mucho comprendés con profundidad tus errores al mover las piezas. ¡Qué juego magnífico!- Exclamó, algo feliz, el maestro del juego- Bueno, ¿Vamos a jugar o no?
- Si claro, por supuesto- Accedí, sin demasiado preámbulo. Deposité mis delgadas manos sobre la mesa de piedra y aguardé la primera jugada, ya que era negras. Hacía ya un tiempo que no jugaba, casi por respeto. Mi único oponente era él. Finalmente se dispuso a mover a mover un peón. Movió dos cuadros hacia delante el que se encontraba posterior a su rey. Me sentí bien porque pensé que podría atacarlo más directamente así.
- Ustedes piensan que están regresando, pero realmente saben que van a terminar una historia. No me vengan con cuentos infantiles- Disparó, tras jugar, Rodolfo.
- La incertidumbre fue incontenible. Realmente creo que ninguno sabemos que hay allí ésta vez, con certeza. Pareciera que han pasado siglos- Respondí, casi como si la pregunta me hubiera atravesado como un rayo.
- Saben que no hay nada. A eso me refiero.
- Hay algo y vamos buscarlo. Nadie podría copiar su forma de escribir y sólo hay una Babilonia- Cortó en seco el vuelo de la pregunta, el cabezón. Apenas hubo silencio me dispuse a mover al peón de la punta izquierda un cuadro para no arriesgar al rey.
- Están volviendo porque la culpa los carcome, nada más. Como si fuera poco, ver estos campos les quiebra aun más el fondo de la memoria- Afirmó, el nuestro amigo, unos instantes después. Al igual que Facundo, su mirada se había vuelto repentinamente vigilante y cruda. Nos quería decir algo pero la mente no nos permitía interpretarlo. Era como si un mensaje taciturno quisiera penetrarnos sin éxito. Entre miradas tensas, mi rival movió el alfil
- No nos carcome la culpa. Habíamos planeado todo con cuidado. Debíamos irnos los seis de allí- Recordó, Charlie. Una indescriptible tristeza abundaba su rostro.
- Pero no fue así- Sentenció, nuestro amigo, con severidad.
Las fichas seguían moviéndose aunque yo ya no prestaba demasiada atención. Me había distraído con la conversación y mi mente intentaba dilucidar qué recordábamos, de qué hablábamos. Creo recordar algo. Estábamos todos allí, encerrados con el cielo paseándose por la ventana. Era la ventana de un sótano, si. Apenas entraban vírgenes rayos de sol por lo que creíamos la mañana. No había horario allí abajo, era más bien un calabozo. Mordíamos los labios de olvido y pura agonía. El mundo paró delante de nosotros y se escabulló por la espalda de los verdugos. Fuimos babosas en salitre durante días y la humedad nos ahogaba con tenacidad.
- Jaque mate- Le dijo a Roberto, con su sonrisa habitual. Es que siempre las partidas finalizaban igual: Rodolfo sonriendo victoriosamente detrás de sus grandes lentes y debajo de su peinado lamido hacia atrás, mientras su rival mordía con admiración y bronca su boca.
Allí estaba mi amigo, derrotado, sumido en una incertidumbre inesperada por haber perdido atención al juego. Pero el jaque yacía delante nuestro. Nos levantamos y seguimos caminando más pesadamente. Quedaba tan sólo una hora de caminata, estaba seguro. Las palabras de Rodolfo habían tenido un impacto profundo en mi acompañante más que en mí. Siempre pensaba demasiado y divagaba con facilidad dentro de su mente. Solía largar reflexiones algo tristes pero muchas veces acertadas, aunque fáciles de desmoronar si no se tardaba en responderle. No sabía manejarse con alguien que descifrara su patrón de razonamiento. Se volvía torpe cuando se enfrentaba a alguien que supiera manejar su psiquis o que tan sólo le diga algo que no preveía, por más simple que fuera.
Roberto vestía un pantalón de tela lisa manchada, similar a la de un albañil. Tenía el pelo corto y desprolijo, con algunas elevaciones espontáneas. Una campera de cuero maltratada recubría su cuerpo por encima del buzo y la remera de mangas largas. Su mirada perdida solía encontrar cualquier excusa para depositarse en una idea y extraviarse por cualquier horizonte. Su andar era torpe, pero decidido. Nunca se hubiera tropezado con nada sin saberlo antes. Con los años no había aprendido a caminar mejor sino a caer parado. Nos conocíamos desde pequeños. Nunca fue un ángel que comiera porquería mansamente. Bastardeado y golpeado, había aprendido a sobrevivir a la selva y las bananas voladoras. Se cansó muy rápido de la vida y buscó la muerte con intensidad hasta que la encontró. Muchos de los que lo conocieron midieron su paciencia entre palos y sorderas. Pero yo lo conocía bien y sabía lo que podía dar. Nunca dejó que la pelota se fuera de la cancha y resguardó toda pena dentro de la razón. Era imposible de cambiar pero sencillo de influenciar. Adaptaba su entorno para su conveniencia, asimilaba manías de otros a su personalidad y se mejoraba. Era una torre de Babel siempre abierta pero de muros interminablemente gruesos.
Allí seguíamos caminando, con un poco menos de frío. Tal vez comenzábamos a sentir la chimenea o es que era el calor de nuestros amigos. Pensábamos. Yo nunca tuve la capacidad de volar tan alto, mi fuerza estaba en la tierra. Roberto solía escuchar con atención mis simples reflexiones tal vez para apaciguar su mente conspirativa. Siempre que salíamos de trabajar debatíamos con fervor entre cervezas y cigarrillos. Él terminaba su turno una hora antes pero me esperaba sin problemas con algún libro o revista escurriendo por sus dedos. De puro arlequín, el destino nos volvía a poner en un mismo camino. Las cosas, sin embargo, habían cambiado. Lágrimas secas habitaban nuestros corazones ahora y caminábamos en busca de una respuesta. ¿O acaso nos íbamos a reunir con nosotros mismos? No hubiera sabido decir qué me preocupaba más, si esa carta de Julio después de tantos meses o el hecho de que nunca habíamos vuelto a verlo. Ya habían pasado 2 años.
Nos acercábamos a la parte final de la peregrinación y todavía quedaba un cabo suelto: ¿Qué decía la carta? No quería recordar. Sabía en el fondo lo que iba a encontrar y no quería llegar. El asfalto ahora terminaba y comenzaba la tierra. Los errores en el camino ahora se agravaban y comenzaba más que nunca la tierra de nadie. Sólo los alambrados nos seguían y hasta nuestras sombras habían clavado ancla detrás. Zarpamos por última vez hacia la casa.

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