jueves, 28 de agosto de 2008

Rutidiaria

Como todas las mañanas, me levantaba dispuesto a comenzar un nuevo día. Agua y desgano corría por mis piernas, mas fui de todas formas al baño. Mis párpados, anestesiados por la falta de descanso, desobedecían mi voluntad de despertarme y me pedían volver a la cama. Lavé mi cara con agua lo más fría posible para obtener un poco más de objetividad y luego cepillé mis dientes, descargando las tensiones de la cotidianidad. Regresé a mi habitación, procurando no hacer ruido para no despertar a mi abuela, para vestirme y desayunar algo.
Como todos los días, se levantó tarde. Realmente ya no se como decirle que el tiempo no le alcanza para comer. Engulló las galletitas de tal manera que la perra no sabía si relamerse por el olor exquisito a las tostadas con mermelada de frambuesa o ir a palmearle la espalda.
El sobresalto que tuve con el ruido que había en el comedor provocó que pasara al menos 5 minutos buscando mi dentadura extraviada en el poblado pelaje de mi gato, cuya cara de placer mientras lo tocaba estaba al borde de lo obsceno. Luego de sumergirme aun más en esa maleza, encontré mi dentadura cerca de su cadera e intenté volver a ponérmela en un acto de ingenuidad casi adolescente, al pensar que no habría problema. Sostuve mi cintura y mi rodilla y me levanté como si mordiera kriptonita. ¡Aun tengo fuerza! Cuando vi el desastre que ocurría en el comedor…
Aproveché a correr y saltar sobre la mesa para comer esas tostadas, cuyo olor atacaba sin piedad mis fosas nasales y descontrolaba mis papilas gustativas. La vieja taba gritando como loca y no advirtió mi astucia.
Cuando finalmente calmé mi tos, agarré la mochila y corrí a toda velocidad hacia la puerta de calle y, casi como un rayo, corrí hacia el subte. Cuando mis palpitaciones bajaron, comencé a notar que los ríos casi secos que recorrían ferozmente mi cuerpo habían logrado darme un aroma de pestilencia, útil para ahuyentar malhechores. Llegué a la facultad con aire de gloria al ver que faltaba 1 minuto para que sea la hora de entrada. Entré al aula con una sonrisa de superioridad, que se desvaneció al ver que me había apresurado innecesariamente ya que todavía no había llegado nadie. Sin embargo, poco a poco me sentí menos tonto cuando comenzaron a llegar mis compañeros. A esa altura, mi olor varonil se había ido.
Cuando me senté, fuera como si una especie de voz me dijera entrando por mi nariz que me alejara lo más posible. Pero no podía, tenía preparada la clase y no podía irme. Intenté adivinar de quién provenía menudo aroma, hasta que divisé un aura verde, casi mohosa, en la axila de uno de los chicos. Debía disimular ya que me miraba fijamente, y me resultaba muy incómodo.
Cuando revisé su escritorio, me llevé la no grata sorpresa de que había olvidados sus auriculares y el dinero. Desde los pies hasta la cabeza, un calor fue subiendo rápidamente contagiando mi mente de un cólera que descargue mandando un mensaje de texto.
Salté de un gran susto en la clase ya que el volumen del celular estaba al máximo. Antes de darme cuenta, mucho pares de pupilas dirigían sus miradas hacia mi y un sudor tenue pero pesado comenzó a bajar de mi sien, casi como si estuviera desnudo ahí mismo. Las ropas me pesaban y me asfixiaban como hiedras alrededor de mi cuello. Sentí una presión en el estómago y las tripas me golpearon, haciéndome desear desaparecer en menos de un segundo de allí. Tome del bolsillo aquel artefacto infernal y lo silencié y de la bronca olvidé leer qué decía el mensaje.
No me molesta que tengan celular, ¡Pero al menos que lo pongan en vibrador! De todas formas…¡Pobre chico! Se volvió pálido y miró hacia todos lados con desesperación.
Salté de un gran susto en la clase ya que el volumen del celular estaba al máximo. Antes de darme cuenta, mucho pares de pupilas dirigían sus miradas hacia mi y un sudor tenue pero pesado comenzó a bajar de mi sien, casi como si estuviera desnudo ahí mismo. Las ropas me pesaban y me asfixiaban como hiedras alrededor de mi cuello. Sentí una presión en el estómago y las tripas me golpearon, haciéndome desear desaparecer en menos de un segundo de allí. Tome del bolsillo aquel artefacto infernal y lo silencié y de la bronca olvidé leer qué decía el mensaje.
No me molesta que tengan celular, ¡Pero al menos que lo pongan en vibrador! De todas formas… ¡Pobre chico! Se volvió pálido y miró hacia todos lados con desesperación. Me compadecí por eso, y opté no decirle nada al respecto.
Tocaban las 12. Todo el curso se dispuso a salir para emprender sus respectivos rumbos: algunos volverían a sus casas, otros irían a trabajar. Ezequiel, en cambio, se dirigió su ranchería favorita para poder almorzar como lo era casi habitual ya. La multitud uniforme de gente que se dirigía hacia norte y sur a la vez, relojizada por un estilo de vida que la superaba y manejaba. Miradas sin dirección abundaban, con una fuerza sobrecargada en los hombros que hasta sorprendía. Cuando llegué a la panchería me di cuenta de que la espera de 10 minutos fuera del local, por un inconveniente de súper población dentro del negocio, había valido la pena porque al poder comer y degustar esos panchos, y sus salsas y sus papas… Simplemente sentí que quería más. Una vez terminados los panchos y la gaseosa, se dispuso a correr hacia el trabajo, ya que le quedaban 5 minutos para entrar. Cuando Llegué, faltaba 1 minuto para que sea la hora de entrada. Pasé mi tarjeta por el mostrador y me apresuré para sentarme en mi puesto. El tiempo parecía haber traicionado a las computadoras. Estas tenían un aspecto gastado, cuasi-medieval. Se me tildó la pc, pero no llegué a enojarme siquiera porque cuando intente sacar el programa con “ESC” mi dedo se hundió en un hueco que realmente no esperaba encontrar. Mis ojos se abrieron como platos y me quedé mirando como mi dedo intentaba salir de aquel hueco pero no encontraba la forma. Procuré no enojarme mucho para no tener ningún problema como la otra vez.
Me cambié de máquina y problema solucionado. Las agujas de mi reluciente reloj, platinado como la nieve al amanecer, parecían haber sido olvidadas por el tiempo que no había advertido que ya debería haber pasado mucho tiempo.
Finalmente eran las 7 de la tarde, y era hora de volver a casa. Tomé mi mochila y emprendí camino hacia casa. Durante mi poblado trayecto hasta el subte, encontré las típicas bandas de reggae y rock y me detuve unos instantes a oír las melodías rutinarias que se repetían todas las noches.
Finalmente llegué a casa nuevamente como sucede en 5 de cada 7 ocasos, y me dispuse a tomarme un café bien caliente. No tenía ganas de esperar a que la maldita hornalla funcione, así que miré hacia ambos lados a ver si había alguien, y concentré toda mi mente en mi mano hasta que logré producir una leve llamarada.
¿Podrías prender la estufa ya que estás? Ni mi pelaje es lo suficiente para mantenerme caliente.
Entonces fui y le prendí la estufa, y apenas lo hice saltó sobre la estufa y se acostó arriba. ¿No se quema las patas con la estufa?
Lo acaricié hasta que comenzó a ronronear. Recordé el café y dejé de mimarlo. Lo tomé y me dispuse a comenzar mis deberes y luego irme a dormir, como todos los días.


(Gracias Cortázar por tus brillantes obras)

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Aah yo leí el cuento antes que todos ustedes jajajaja. Ya la firma anterior fue medio inteligente, no pidas que eso pase 2 veces seguidas.

Anónimo dijo...

La historia es interesante...lo que tiene en contra es que por momentos escribis en primera persona y por momentos parecés Maradona, escribis en tercera persona...y por momentos omitís información, como por ejemplo al final que no se sabe quien te pide que enciendas la estufa hasta que escribis que es peludo y deduzco que, al subirse a la estufa es un gato y no un perro!...de todas formas está muy bueno el relato, te da ganas de seguir leyendo a ver qué pasa.
Kiki.